Ana María Matute, una escritora que reflejó la angustia de una generación
Emilia Pardo Bazán, que a principios del siglo XX introdujo el naturalismo en España, resultó el arquetipo de un grupo de autoras españolas posteriores. Entre ellas, ya avanzado el siglo XX, so...
Emilia Pardo Bazán, que a principios del siglo XX introdujo el naturalismo en España, resultó el arquetipo de un grupo de autoras españolas posteriores. Entre ellas, ya avanzado el siglo XX, sobresalen voces como las de Carmen Laforet, Rosa Chacel, María Zambrano, Carmen Martín Gaite y Ana María Matute. Cabe detenerse en esta última, a cien años de su nacimiento, para rescatar el lugar que se ganó y que coronó en 2010 con la obtención del Premio Cervantes. Se trata de una escritora notable de la posguerra, cuya prosa se fraguó en el sentimiento de una generación que debió lidiar con el dolor lacerante que dejan los grandes conflictos mundiales. “A nosotros –afirmó– se nos cayó la guerra encima cuando estábamos empezando a vivir”.
Ana María Matute nació en Barcelona el 26 de julio de 1925. Adolescente, soportó el rumbo cruel de la Guerra Civil, cuya tragedia marcó sus primeros pasos en el propósito de escribir. Como Antonio Machado, nacido curiosamente en la misma fecha pero de hace 150 años, Matute quería tomar nota del desamparo. Surgió entonces lo que más tarde sería Pequeño teatro, un texto con el que ganó en 1954 el Premio Planeta. Allí se refleja la hostilidad de un mundo que oprime. “Yo casi nunca me he sentido libre, pero lo he procurado. Esta ha sido mi principal lucha”, dijo alguna vez.
El universo ficcional de Ana María Matute se construyó sobre la base de sus experiencias de vida y de su interés por lo fantástico. O, en todo caso, por ese aspecto mágico que según ella misma corría por sus venas, ya que sostenía que la realidad no es un plano exento de extrañeza. Un enfoque original, si se considera que formó parte de un conjunto de autores cuya mirada no solía apartarse de un realismo seco, a menudo con pinceladas de neorrealismo.
Su narrativa es inclasificable. Logró integrar rasgos del mundo de los niños y los jóvenes con tramas destinadas a exhibir un cáustico pesimismo. A lo que hay que agregar su destreza para manejar una prosa lírica, similar a la de Juan Ramón Jiménez, con párrafos sobrios donde la adjetivación está casi ausente.
Buscó sin pausa una veta personal. Acaso valga el ejemplo de su magnífico relato “El árbol de oro”, que narra la historia de un niño que palpita el misterio de la muerte de manera cándida.
El recorrido literario de Matute abreva en lo que ella bautizó como la angustia de aquellos “jóvenes asombrados”, una generación a la que se le arrebató la infancia. Debieron crecer en medio de la Guerra Civil y una Europa envuelta en los totalitarismos. Una infancia difícil, solitaria, está en el corazón de sus libros. Era honesta al retratar situaciones intolerables, turbulentas. En esto prevaleció el sustrato de un paraíso perdido que atraviesa cada una de sus obras. “A veces la infancia –aseguró– es más larga que la vida”. En 1953 publicó Historias de la Artámila, una colección de cuentos enmarcados en la urgencia por superar el dolor. Son relatos logrados, de gran belleza, que responden a una estructura cuidada.
A partir de otra serie de relatos breves, bajo el título El río, su prestigio aumentó. Pero nada de eso la distanció de los sinsabores familiares y de su ojo clínico para detectar el poder patriarcal. Creía que la palabra, dicha y escrita, jugaba un papel clave a la hora de comprender la vida. “Escribir es una larga pregunta”, afirmó.
Junto a su célebre trilogía Los Mercaderes, hay dos novelas que ameritan un estudio atento: Los Abel y Olvidado Rey Gudú, para algunos su mayor novela, que en un contexto medieval combina la leyenda con el tesón de caballeros andantes, brujos y personajes de toda índole.
Además de ser una gran escritora, fue una figura inolvidable que se forjó como mujer de la cultura. Llevaba al máximo sus inquietudes sobre temas relevantes: la pobreza, el exilio, la violencia o los problemas mundiales. Algunas de estas preocupaciones resaltan en las páginas de su libro Los hijos muertos, donde subraya los pesares que la rodeaban.
Sin alarde, se granjeó el respeto de los mejores escritores de su tiempo. Nada sencillo en ese entonces, cuando España se distinguía por autores de la talla de Camilo José Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Juan Goytisolo y Rafael Sánchez Ferlosio, entre otros. Ser mujer, sin duda, la ponía en desventaja. No obstante, nunca apagó su voz ni su escritura. Bregó por los principios de igualdad y denostó la censura –que padeció–, a la cual consideraba que no debía existir ni siquiera como concepto.
Matute es insoslayable, como Alfonsina Storni o la mexicana Elena Poniatowska. Tras dejar una huella indeleble, falleció en 2014, y ese año en forma póstuma se publicó su novela Demonios familiares, que retoma la temática de la Guerra Civil. Desde joven instaló un mojón en las letras, sin dobleces, y abandonó este mundo con el deseo de que nunca se acalle a nadie. Qué mejor manera de honrar la literatura.