Conflictos cruzados: las lecciones de El Padrino para las empresas familiares
Las empresas familiares tienen algo de entrañable. También de salvaje. Son el nido y la trinchera. El asado de los domingos y la guerra silenciosa por el control del Excel. Si uno quiere entender...
Las empresas familiares tienen algo de entrañable. También de salvaje. Son el nido y la trinchera. El asado de los domingos y la guerra silenciosa por el control del Excel. Si uno quiere entender lo mejor y lo peor de este tipo de organizaciones, no hace falta leer tratados de management: basta con mirar El Padrino, la película dirigida por Francis Ford Coppola y protagonizada por Marlon Brando y Al Pacino.
Vito Corleone, patriarca por excelencia, representa al fundador que empieza desde abajo, con intuición y calle, que construye poder a fuerza de alianzas, favores y silencios. No tenía un MBA, pero entendía de estrategia más que muchos egresados con PowerPoint. Como todo buen fundador, quería dos cosas: que su negocio creciera y que quedara en familia. El problema es que, como sucede en tantas empresas familiares, esas dos cosas no siempre van de la mano.
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El dilema de los Corleone es el mismo de muchas pymes: cómo pasar del “Don” al “nosotros” sin que todo vuele por los aires. Vito es ese fundador que sabe todo, que decide todo, que opina de todo, y que confunde sucesión con clonación. No quiere que sus hijos lo reemplacen: quiere que sean él, pero con menos arrugas. Ese deseo es, al mismo tiempo, su fuerza y su condena.
Son muchas las empresas familiares que viven atrapadas entre la admiración por el fundador y el terror a tocar lo que “siempre funcionó”. Porque, seamos honestos: la figura del fundador es sagrada. Casi mística. En la pared cuelga su retrato, flanqueado por el balance y la estampita de San Cayetano. Pero esa devoción, si no se acompaña de un plan real de sucesión y profesionalización, es un ancla que arrastra la empresa al fondo.
Los hijos, por su parte, representan esa segunda generación que carga con la herencia como si fuera una hernia. Sonny, el impulsivo, encarna al heredero que cree que liderar es gritar más fuerte. Tom Hagen, “el consigliere”, es el outsider que logra sentarse en la mesa chica, pero jamás será “uno de sangre”. Y Michael, el brillante y frío, es el que menos quería el negocio familiar, pero termina en el trono, solo, endurecido, víctima del mandato que no eligió, pero que cumplió a la perfección.
La transición generacional en las empresas familiares no es solo un cambio de nombre en la puerta. Es una operación a corazón abierto. Si se hace mal, se rompe la empresa. Si se hace muy tarde, la empresa ya está rota. Y si se hace sin profesionalizar, lo único que cambia es la firma en los cheques. Hay casos donde la sucesión parece más una escena de Shakespeare que una asamblea de directorio: traiciones, alianzas secretas, y algún que otro exilio estratégico a la sucursal menos rentable.
Uno de los temas más urticantes es la incorporación de gente de fuera. Profesionales ajenos a la familia que llegan con títulos, experiencia y un par de ideas. Para muchos fundadores, son un mal necesario. Para muchos hijos, una amenaza. Y para el resto de la familia, un cuerpo extraño que no entiende la “mística” de la organización, esa mezcla indescifrable de afecto y caos.
La profesionalización de una empresa familiar es como invitar a cenar a un nutricionista a la fiesta del lechón: te va a decir cosas que no querés escuchar. Que hay que poner procesos, que hay que separar los roles, que no se puede contratar al primo solo porque es el primo. Que el directorio no puede ser la sobremesa del domingo. Y que el “siempre lo hicimos así” no es una política, sino una trampa.
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Pero más allá de los estereotipos, las empresas familiares tienen una enorme potencia. Son resilientes, tenaces, emocionalmente comprometidas. Tienen un propósito que va más allá del resultado trimestral. Lo que falta, muchas veces, es entender que el afecto no reemplaza al gobierno corporativo. Que la confianza no suple al control. Y que ser familia no garantiza una buena gestión, aunque a veces ayude.
El caso de los Corleone es, al fin y al cabo, una tragedia. Porque el sueño del padre de tener una empresa fuerte y una familia unida se convierte en una pesadilla. El negocio crece, pero se aleja de sus valores fundacionales. La familia se desintegra, los vínculos se enfrían, y Michael termina reinando en un imperio que ya no tiene alma. Profesionalizó la organización, sí. Pero al costo de perder todo lo demás.
La moraleja no es que las empresas familiares estén condenadas. Todo lo contrario. Pueden ser potentes, transformadoras, incluso más humanas. Pero para eso hay que atreverse a hablar de lo que no se habla: del poder, de la herencia, de los egos, de los límites, de los conflictos tapados con vino patero. Hay que dejar de actuar como si la familia fuera una garantía y empezar a tratarla como lo que es: un activo que hay que cuidar, pero también regular.
Quizás la pregunta clave sea: ¿qué tipo de legado queremos dejar? ¿Un imperio que da miedo o una empresa que da futuro? ¿Un apellido en bronce o una cultura que inspire? El Padrino no es solo una saga de mafiosos. Es un tratado de management con aroma a ravioles de la nonna del domingo y pólvora. Y como todo buen tratado, nos deja una enseñanza brutal: si no separamos los afectos de las decisiones, terminamos matando a uno de los nuestros. Y eso, claro, nunca sale en la reunión de accionistas.
PD: Cualquier semejanza con una pyme real es pura coincidencia.