Contradicciones entre la dinámica electoral y la necesidad de acuerdos
Si la Argentina fuera un país medianamente normal, luego de un acotado período de debate electoral y una vez finalizados los comicios, la política se dispondría a considerar una agenda de inici...
Si la Argentina fuera un país medianamente normal, luego de un acotado período de debate electoral y una vez finalizados los comicios, la política se dispondría a considerar una agenda de iniciativas en función de la nueva correlación de fuerzas surgida de la voluntad popular para aportar al desarrollo político, económico y social de la nación. Así, se alinearían las demandas ciudadanas con la capacidad de respuesta por parte del sistema, para satisfacer las prioritarias. El sistema político sería visto como una plataforma activa y atenta a los temas de interés general, ágil y contundente para buscar soluciones eficaces y creativas y, en especial, dispuesto a considerar la diversidad de opiniones, visiones e intereses de los distintos protagonistas. Hasta aquí, la teoría (el plano “normativo”), el “deber ser”. Como suele ocurrir, en la práctica (el plano “positivo”), las cosas son muy diferentes. Las campañas se extienden por largos períodos y no suele respetarse la regulación: pasamos de la utopía absurda de la “revolución permanente” a la triste y costosa realidad de la “campaña continua”. Los cálculos y las especulaciones electorales predominan en los criterios de decisión de los principales actores, los que están en el gobierno y también en la oposición. No es un fenómeno estrictamente local, pero sus características lo tornan particularmente dañino: las urgencias electorales influyen en los horizontes de los protagonistas centrales del proceso político y por eso tienden a predominar la inmediatez, el cortísimo plazo y las meras coyunturas, mientras que pierden relevancia las cuestiones más estratégicas, los problemas de fondo, los temas más complejos pero a la vez fundamentales, que quedan marginados o directamente obturados.
Es comprensible y necesario que la dimensión agonal, la puja por cargos ejecutivos y legislativos, sea una cuestión esencial para la clase dirigente: así se determina quién gobierna, quién sobrevive y quién queda relegado. Esto es útil y necesario para la ciudadanía, que puede informarse y ponderar distintas perspectivas sobre los tópicos más relevantes. Pero es irrazonable que los mecanismos de competencia se tornen una obsesión tan exagerada que desplazan a un segundo plano el tratamiento y la resolución de cuestiones que, aunque no están instaladas en la agenda electoral, son esenciales para el crecimiento de un país, como ocurre con las reformas estructurales más importantes (tributaria, previsional y laboral). Volvemos a la “ley de Eisenhower”, por esa frase que se le atribuye al expresidente y héroe militar norteamericano: “Tengo dos clases de problemas: los urgentes y los importantes. Los urgentes no son importantes y los importantes nunca son urgentes”.
El pedestre y por momentos burdo debate del miércoles pasado en la Cámara baja hubiera adquirido otras características si, en vez de focalizar en la mera aritmética del recorte de ingresos sufrido por la clase pasiva como resultado de la licuadora libertaria, se hubiesen considerado propuestas sustentables, equitativas y lógicas tanto desde lo financiero como desde lo demográfico, como el cambio (¿gradual?) de la edad jubilatoria para el conjunto del universo laboral, lo que implicaría el mismo tratamiento al margen del género. ¿Hombres y mujeres jubilándose a los 68 o 70 años a partir de, digamos, 2028 o 2030? Cualquier cálculo actuarial rápido sugeriría que, de esa manera, mejoraría exponencial y rápidamente el panorama fiscal del país, dada la importancia del sistema previsional en el gasto público. Podría incluso tratarse de un mecanismo voluntario, con premios e incentivos para los que prefieran retirarse a mayor edad.
Sin embargo, las cuestiones de fondo, las trascendentales, quedan sistemáticamente postergadas en contextos electorales. En los “años impares” (los de elecciones) se paraliza el funcionamiento regular del Congreso (en muchos casos, también de la Justicia, sobre todo la Federal) o se tratan proyectos seleccionados en función de objetivos político-electorales (como pasó esta semana en la Cámara de Diputados). Esta distorsión se vuelve un obstáculo para la gestión pública. Condiciona la capacidad del sistema político de atender las cuestiones más importantes de la agenda ciudadana. Tiende a agrandarse, así, la brecha o crisis de representación. Aumenta la insatisfacción con “la política” y “los políticos” (la mal llamada “casta”). Ganan espacio y consideración aquellos que se oponen “al sistema”: las posturas más radicalizadas. Esto ocurre al margen de la ideología, las identidades partidarias o las personas. Se trata del (dis)funcionamiento del proceso político que podría mitigarse con cambios en las reglas y, sobre todo, en la cultura política.
En este sentido, surgieron últimamente voces que sugieren una modificación del calendario y de la regulación electoral con el objeto de eliminar la renovación parcial para que ambas cámaras cambien su composición cada 4 años. Lógicamente, esto requeriría de una reforma constitucional. Al margen de las complicaciones y los riesgos que dicho proceso podría generar (si la Asamblea Constituyente se declarase soberana, podría abarcar cuestiones no necesariamente definidas en el contenido de la ley de convocatoria a dicha reforma), esto implicaría replantear la duración de los mandatos de los senadores, que hasta ahora es de 6 años, con un recambio parcial de un tercio de las provincias cada 2 años. Cabe preguntarse qué ocurriría como consecuencia de prescindir de la posibilidad de que la sociedad participe electoralmente y pueda expresar su voluntad de cambio o continuidad respecto de la agenda vigente en un contexto determinado. Si existieran mecanismos ordinarios de toma de decisión que requieren mayorías calificadas como para exigir un amplio consenso entre fuerzas políticas diferentes, así como canales efectivos de deliberación y participación ciudadana de forma de encauzar las opiniones predominantes en la sociedad, se acotaría el peligro de alargar los mandatos de los legisladores. Pero con gobiernos que tienden a anteponer la discrecionalidad y la concentración de autoridad en el Poder Ejecutivo en contextos de delegación de facultades e hiperpresidencialismo, la unilateralidad de las agendas e incluso programas transformacionales ideológicamente muy sesgados, la amenaza de que existan mayorías contingentes es muy significativa.
¿Qué hubiera ocurrido durante la segunda presidencia de CFK, en el contexto del “vamos por todo”, de no mediar la crucial derrota en las elecciones de 2013? ¿Hubiera acaso naufragado, como ocurrió, la famosa iniciativa pomposamente denominada “democratización de la Justicia”, que implicaba la muerte de cualquier pretensión de independencia de dicho poder y su colonización por parte de personajes leales a los sectores más duros del kirchnerismo? La renovación parcial de ambas cámaras constituye un sano seguro contra los sesgos mayoritarios y los comportamientos en manada de electorados que en determinadas circunstancias en las que predominan fuertes vocaciones de cambio, corrientes de opinión o meros berrinches puedan violarse derechos adquiridos y, sobre todo, ignorarse o lesionarse los derechos de determinadas minorías.
Deben debatirse y diseñarse esquemas institucionales concebidos para promover la participación y el control ciudadanos, evitar las distorsiones del hiperpresidencialismo y, al mismo tiempo, asegurar la gobernabilidad democrática y la solución efectiva de conflictos.