El ejemplo de los jueces que, hace 40 años, se atrevieron a impartir justicia
“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperab...
“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno”. Jorge Luis Borges, a quien le pertenece este texto, asistió solo a una de las audiencias del Juicio a las Juntas, pero consiguió lo que ninguno de los periodistas que a lo largo de más de seis meses asistimos a la sala del Tribunal pudo expresar. Con tres frases encerró la esencia de lo que allí sucedía: “No era peronista, no era comunista, era un hombre que sufría”. Un ser humano despojado de sus dogmas y creencias, y por eso solo ante la humillación y el dolor por los tormentos.
Aquel día escuchamos a lo largo de cuatro horas el testimonio del operario gráfico Víctor Basterra, un preso desaparecido en la Escuela Mecánica de la Armada, donde el almirante Eduardo Massera diseñó un mecanismo macabro: servirse de los presos montoneros para sus ambiciones de ser un nuevo Perón. El operario gráfico fue obligado a falsificar la documentación con la que algunos marinos, además de secuestrar y desaparecer a las personas, se apropiaron de sus bienes y sus propiedades. Por su “trabajo”, a Basterra se le permitía regresar el fin de semana a su casa para volver el domingo a su cárcel. Entre sus ropas sacaba las únicas fotos que existen como prueba de lo que se intentó negar, el crimen.
Borges habló ese día de “la inocencia del mal”, una contracara, tal vez, de la “banalidad del mal” de Hannah Arendt. “Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped) Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal”.
Ahora que el calendario nos recuerda que se conmemoran los cuarenta años de la sentencia que condenó a nueve de los diez comandantes que integraron las tres juntas militares, bien podemos recordar ese texto de Borges para humanizar la tragedia y evitar que la conversación pública vuelva a teñirse de ideología, con relatos en disputa que se niegan mutuamente, sin que podamos acercarnos realmente a “ese hombre que sufría”. Una metáfora política en la que están depositados todos los padeceres de una sociedad destruida por sus enfrentamientos.
Hoy las urgencias del presente tiñen cualquier evocación. Pero vale recordar que el Juicio a las Juntas le dio a la presente etapa democrática un inicio auspicioso y reconstruyó el rompecabezas macabro del terrorismo de Estado. El Juicio tiene padres concretos y una verdad innegable, la decisión y obstinación del entonces presidente, Raul Alfonsín, que sabía que el futuro democrático estaba encadenado a la forma en que se resolviera ese pasado de terror.
Sin embargo, con el tiempo las consignas políticas fueron reemplazando la verdad de lo que sucedió y la memoria pasó a ser también algo que deliberadamente se oculta o se olvida. Lejos de despojarnos del pasado como un peso para convertirlo en memoria compartida, el Nunca Más se fue diluyendo en narrativas escritas sobre el hueco vacío dejado en la pared tras quitar el cuadro del dictador.
Por poner las culpas en los otros, eludimos las responsabilidades propias. Las consignas políticas mutilaron las verdades. El debate en torno a las cifras nos impidió construir una realidad compartida. Sin embargo, todo lo que sucedió después del Juicio, desde los levantamientos carapintadas que le arrancaron a la democracia leyes de amnistía, al indulto de Menem, que liberó tanto a los comandantes como a los dirigentes guerrilleros, no invalidan el Juicio a las Juntas, que permitió la restitución de la ley y la justicia. “Las verdades históricas son solo verdaderas, es decir universalmente convincentes y vinculantes, si son confirmadas por las verdades de la razón”, escribió Hannah Arendt, y no hay razón mas poderosa que la de la ley, porque nos protege de los que se arrogan la potestad de decidir sobre nuestras vidas y nuestros pensamientos.
Resta ahora que otros jueces y fiscales sigan el ejemplo de aquellos que, hace cuarenta años, no temieron ni cedieron a las presiones ni a las amenazas y nos dieron a los ciudadanos una idea de justicia y la razón legal para confiar en la democracia. Una democracia que, al menos como definición, consagra la igualdad ante la ley.