El hermano de la reina Máxima cuenta cómo transformó su restaurante en un emblema de Villa La Angostura
El nombre de Martín Zorreguieta fue, durante un tiempo y para los pobladores de Villa La Angostura, una curiosidad de revista: que el hermano de una reina europea abriera un restaurante en un pueb...
El nombre de Martín Zorreguieta fue, durante un tiempo y para los pobladores de Villa La Angostura, una curiosidad de revista: que el hermano de una reina europea abriera un restaurante en un pueblo cordillerano resultaba llamativo. Pero pasaron más de 20 temporadas (algunas excelentes, otras muy complicadas) y el apellido de este hombre amante de la naturaleza, ya es sinónimo de otras cosas: fiestas electrónicas, buen vino y Tinto Bistró, un restaurante que se volvió parada obligada para los turistas, en medio de un paisaje soñado.
“Llegué en febrero de 2002, con una Argentina resentida después del estallido de la crisis. Venía de estar de viaje en Australia con quien en ese entonces era mi esposa, y aterrizamos acá sin tener un plan muy claro”, recuerda hoy Martín. Tenía algo de experiencia en gastronomía –había sido barman en el Bajo de San Isidro, en un restaurante llamado Club Social–, sabía de carpintería, de electricidad y de producción de eventos. Las primeras fotos de su vida patagónica no son detrás de una barra, sino arreglando muebles o haciendo mantenimiento en galpones y hosterías.
–¿Cómo surge Tinto Bistró?
–Acá teníamos una pareja amiga: el chef Leandro Andrés (que era mi cuñado) y su mujer Marcela. Nos asociamos y quisimos poner un cibercafé. Yo había pasado un tiempo viajando, me parecía importante tener lugares con buena conexión, para quienes necesitaran trabajar. Pero enseguida nos dimos cuenta de que lo que teníamos que hacer era poner un restaurante. Conseguimos un local y empezamos a cranear el concepto. En una de esas charlas surgió el nombre Tinto (a todos nos gustaba mucho el vino). Le sumamos “Bistró” para darle el aura de lugar chico, atendido por sus dueños, siempre con un plato del día y una barra importante.
–En plena crisis, ¿qué traían de nuevo como para hacer esa apuesta?
–Acá ya había gastronomía, pero bastante tradicional. Nosotros venimos con una propuesta un poco más jugada. En cocina, fuimos de los primeros en trabajar ceviche, platos picantes, una impronta más asiática, pero con productos de la zona. Mucho cilantro, chili, combinaciones que en ese momento no eran habituales por aquí. Y después estaba la barra, que era mi reino: tragos clásicos y muchos tragos de autor. También tenía una ambientación distinta: música, un clima más relajado, un concepto de bistró moderno que en ese 2002 era bastante novedoso para Villa La Angostura.
–¿Tuvieron una buena recepción?
–Sorprendentemente, sí. Trabajamos mucho para eso y, también, debo decir que tuvimos cierta publicidad impensada. Abrimos el 9 de julio de 2002. En febrero, mi hermana Máxima se había casado y hay que ser sinceros: eso nos dio una publicidad enorme. Vinieron medios, hubo curiosidad… Eso te abre una puerta, pero se sostiene solo si lo que hacés funciona. Y Tinto funcionó: la gente comía bien, se sentía bien, y se armó algo muy lindo en términos de vínculos.
–¿Mantuvieron esa estructura?
–Lo que pudimos. En un momento, atravesamos varios movimientos: separaciones personales y comerciales. Desde 2004 Tinto quedó en manos de Leo y mía hasta 2021, cuando entró un nuevo grupo de gente, vendimos la mayor parte y yo quedé con una participación más chica, como cara visible del restaurante.
–Pero en el medio no se quedaron quietos: Cerro Bayo, Bariloche… ¿Cómo fue esa etapa de expansión gastronómica?
–Intensa . En 2007 abrimos un restaurante en Cerro Bayo que se llamó 180. Era un refugio arriba de la montaña. En 2008 abrimos Tinto Bistró sucursal Bariloche, en el Hotel Panamericano, y eso duró hasta 2012. Hubo algunos años en los que manejábamos tres restaurantes a la vez: una locura de trabajo. En Bariloche remamos en dulce de leche: nos agarró la gripe aviar, la gripe porcina, la crisis inmobiliaria de 2008 y, como si fuera poco, la erupción del volcán que tiró cenizas por el cordón del Caulle en 2011. La provincia de Neuquén ayudó mucho a Villa La Angostura con créditos blandos y eso nos permitió sobrevivir en la villa, pero Bariloche quedó golpeado y ahí cerramos. El refugio del cerro lo sostuvimos hasta 2014. Tener un restaurante arriba de la montaña es una aventura maravillosa, pero la logística es tremenda: sin gas natural, con leña, kerosene, garrafas, nieve… Es hermoso y agotador.
–En paralelo, Tinto seguía como base. ¿Cómo cambió tu rol en el restaurante a lo largo de estos años?
–Al principio yo estaba en el horno todos los días, en todos los sentidos . Era el cantinero, el administrador, el cajero, el que iba a hacer las compras, el que hablaba con proveedores. Y mientras tanto estudié hasta tercer año de Administración de Empresas, así que también me ocupaba de toda la parte de números. Hasta 2012 seguí arriba de la barra, haciendo tragos. Hoy mi rol es muy distinto. Desde el 2021 soy una especie de asesor diario. En temporada alta estoy tres o cuatro veces por semana, acompañando, recibiendo grupos corporativos, muy vinculado a las agencias de turismo con las que trabajamos hace 20 años. En temporada baja, un poco menos.
–Y hoy sos parte de la industria del vino. ¿Cómo se dio ese giro?
–El vino siempre estuvo presente. En Tinto desde el principio nos propusimos tener una carta importante. Catamos mucho, probamos de todo, hicimos amistad con muchos bodegueros. Entre ellos, con Ernesto Catena, con quien conecté muy fuerte. En 2013 él me propuso ser su Grand Ambassador en la Patagonia, que en términos más simples es representante comercial, pero es algo más que eso: es llevar una filosofía de vino a un territorio. Desde 2013 trabajo con toda la Patagonia, del río Colorado a Ushuaia. Después armé mi propia distribuidora, hace unos ocho, nueve años. Al principio hacía de todo: fletero, vendedor, administrativo. Hoy ya tenemos depósito y equipo en Bariloche y en la villa, gente que maneja logística y ventas. Hoy ya tenemos depósito y equipo en Bariloche y en la villa, gente que maneja logística y ventas.
–¿Cómo ves hoy al vino argentino, desde tu lugar de puente entre bodegas, restaurantes y consumidores?
–Venimos de ser un país productor de vinos muy básicos en otra época, después dimos un salto enorme de calidad pero con un estilo bastante uniforme –mucha madera, vinos más pesados– y ahora estamos en una etapa que me parece alucinante: vinos de lugar, más frescos, donde el terroir y el clima cuentan una historia propia. Tomás dos Malbec y decís: “No pueden ser la misma variedad” y lo son. Cambia quién lo hace, dónde, cómo se trabaja el viñedo, la filosofía detrás. Ernesto en eso fue un pionero: vinos orgánicos, biodinámicos, arte en las etiquetas, riesgo creativo. Pero no es el único: hay una revolución muy grande en toda la escena. Después está la otra cara, que es la crisis: la “tormenta perfecta” del último tiempo, con caída de consumo interno y la inflación como un velo que durante años tapó ineficiencias y ahora se levantó de golpe. Hay muchas bodegas complicadas, eso es real. Yo no soy economista, pero lo veo en el día a día. Igual, más allá de ese contexto, la diversidad y la calidad del vino argentino hoy son impresionantes.
-Hablemos de “tu nombre” en la villa. Durante un tiempo, tu apellido estuvo asociado a tu hermana y a las noticias de la realeza. ¿Cómo fue construir una identidad propia en un pueblo chico?
-Fue un escollo a superar, sin duda, en lo público y en lo personal. Al principio había curiosidad, por supuesto, y el matrimonio de mi hermana nos trajo mucha exposición mediática, sobre todo en 2002. Pero después la vida sigue. Tinto lleva 23 años abierto, yo hace más de dos décadas que trabajo en gastronomía, en el vino, en distintos proyectos. Soy músico, toco en bandas, hago deporte, participé de un partido vecinal, me involucré en causas de la comunidad. Trabajo con la mayoría de los restaurantes y vinotecas como proveedor. Eso hace que la gente te conozca por lo que hacés y por cómo sos en lo cotidiano. Y yo siento que hoy, en Villa La Angostura, el apellido está asociado a eso, a un estilo de trabajo, a un compromiso con el lugar. Después, como todo, a algunos les caeré mejor que a otros, pero creo que en general me quieren .
-Algunos emprendimientos se terminaron, pero seguís haciendo de todo. ¿Dónde sentís que sos más vos?
-Es una pregunta existencial . Diría que hay tres cosas que son innegociables para mí. La primera es la naturaleza. No me imagino viviendo en una gran ciudad otra vez. Yo voy a Buenos Aires como turista, la disfruto muchísimo, pero necesito el verde, el silencio, el lago, la montaña. Salgo a la montaña a caminar en primavera, verano, otoño; en invierno subo con esquíes de travesía y bajo esquiando. Hago windsurf en el Nahuel Huapi cada vez que puedo. La segunda pasión es la música: desde 2009, que armamos unas canciones de tango para el cumpleaños de un amigo, no paré. Tuvimos una banda que se llamó Papas Bravas hasta 2018, después un trío, un cuarteto que se llamaba Los Tetra y ahora un sexteto que, por ahora, se llama Six Pack. Tocamos sobre todo en la villa, alguna vez en Bariloche o San Martín de los Andes. Y la tercera pasión es el vino. Es mi trabajo, sí, pero también es lo que más me enriqueció profesionalmente y una de las cosas que más disfruto.
-¿Te queda algo pendiente en lo profesional?
-No sé si me queda algo pendiente. Sí sé que toda actividad tiene un principio y un final. No creo que vaya a hacer lo mismo para siempre. Mi objetivo, a mediano plazo, es bajar un cambio. Tengo una calidad de vida muy buena, pero también muchas cosas en simultáneo. Me imagino, quizás, dedicándome un poco más a algo de hotelería en algún momento. Son ideas, nada más. Con Elizabeth, mi compañera imprescindible, no descartamos explorar otros horizontes, sin perder el contacto con la naturaleza. Yo creo que siempre vamos a tener un pie en Villa La Angostura. Pero a esta altura, no le cierro la puerta a nada.