El papel de la ciencia. “El equilibrio entre conocimiento y sabiduría es el gran desafío”, advierte un premio Nobel de Física
“Las partículas cuánticas viven en una especie de realidad suspendida”, dice Serge Haroche. Habla con la naturalidad de quien pasó más de 50 años estudiando cómo la luz y la materia inter...
“Las partículas cuánticas viven en una especie de realidad suspendida”, dice Serge Haroche. Habla con la naturalidad de quien pasó más de 50 años estudiando cómo la luz y la materia interactúan en su escala más íntima. El físico francés —premio Nobel de esa disciplina en 2012— llegó a Buenos Aires para participar del ciclo “El rol de la ciencia en el desarrollo de las sociedades modernas”, un encuentro que reunió paneles sobre vacunas, física cuántica, salud y educación científica.
Haroche, que brindó una entrevista a LA NACION, recibió el Nobel por desarrollar métodos experimentales para observar y controlar fotones individuales sin destruirlos, un logro que permitió demostrar efectos cuánticos que antes solo existían como ideas teóricas. Lo compartió con David Wineland. En otras palabras: fue uno de los primeros en atrapar la luz para estudiar sus secretos más profundos.
El evento fue organizado por la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (Ancefn), la Academia Nacional de Ciencias de la Argentina, la Academia de Ciencias de Francia, la embajada de Francia en la Argentina, el Institut Français d’Argentine, el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y las Facultades de Ciencias Exactas y Naturales y de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Para entender su trabajo hay que imaginar una situación cotidiana: dos personas tiran un dado cada una, en lugares distintos del mundo, y siempre obtienen el mismo número. Ese comportamiento imposible es una metáfora fiel del entrelazamiento cuántico, una conexión profunda que une a ciertas partículas incluso cuando están muy lejos. Antes de ser medidas, además, esas partículas no tienen un estado definido: pueden ser 0 y 1 al mismo tiempo, algo llamado superposición cuántica. Haroche dedicó su carrera a observar y manipular esas rarezas de la naturaleza, demostrando que no son ficción, sino física real.
Esa posibilidad abrió el camino a algo que él considera fundamental: la comunicación cuántica. ¿Qué es? Una forma de enviar claves secretas usando pares de partículas entrelazadas. Como esas partículas “se copian” entre sí, los dos extremos reciben la misma secuencia aleatoria de 0 y 1. Esa secuencia se usa como contraseña. Y lo extraordinario es que nadie puede espiarla: si alguien intenta observarla, la naturaleza misma destruye el estado cuántico. Haroche lo resume así: “La clave no existe hasta que uno de los dos hace la medición”.
Con esa idea simple y radical, las comunicaciones cuánticas prometen sistemas imposibles de hackear. Ya funcionan en demostraciones reales, aunque aún falta mejorar la velocidad y la estabilidad del proceso. El propio Haroche dedicó su vida a crear las condiciones para que ese tipo de experimentos pudieran ocurrir: cámaras de vacío, átomos aislados, fotones atrapados entre espejos perfectos.
Su recorrido también está atravesado por el láser, una herramienta que vio nacer y que transformó toda la física moderna. Con láseres, los físicos construyeron relojes atómicos mil billones de veces más precisos que un péndulo, manipularon átomos uno por uno, probaron con altísima exactitud la relatividad general y, con el tiempo, hicieron posibles experimentos que Einstein y Schrödinger imaginaban como sueños imposibles. “El láser creó un círculo virtuoso: la ciencia básica inventa una herramienta, la herramienta permite nuevas observaciones, y esas observaciones alimentan más ciencia”, dice.
Hoy, además de seguir de cerca los avances en su campo, observa con atención las fronteras de otras disciplinas: la edición del genoma, la astronomía de ondas gravitacionales, la búsqueda de exoplanetas. Y también le preocupa el avance de los movimientos anticiencia. “El conocimiento no es lo mismo que la sabiduría”, afirma. “La ciencia es neutral; lo que hacemos con ella es un problema ético”.
—¿Cómo explicaría de manera simple cuál es su área de estudio y cómo puede impactar en la vida cotidiana?
—Trabajo en física cuántica. Estudio cómo átomos muy simples —reales o artificiales— interactúan con la luz, con los fotones, y cómo obedecen las reglas extrañas de la física cuántica. La idea es manipular sistemas cuánticos aislados para ver cómo funcionan y usar esas propiedades algún día en dispositivos nuevos. Esto puede tener aplicaciones en comunicación, computación o simulaciones cuánticas. Mi área se llama información cuántica y, dentro de ella, me concentro sobre todo en la comunicación cuántica.
—¿Podría explicar de manera sencilla cómo funciona la comunicación cuántica?
—La comunicación clásica usa fotones que viajan por fibras ópticas. En la comunicación cuántica usamos un fenómeno llamado entrelazamiento cuántico. Cuando dos sistemas están entrelazados, siguen correlacionados aun si se separan mucho. Antes de medirlos pueden estar en varios estados a la vez: eso se llama superposición cuántica. Al medir, el sistema da un resultado que puede ser aleatorio: puede ser un 0 o un 1. Si compartís pares entrelazados, ambos lados reciben la misma secuencia aleatoria. Esa secuencia sirve como clave para codificar y decodificar mensajes. La ventaja es que nadie puede espiar la clave: no existe hasta que hacés la medición. El desafío es transmitir esas claves sin demasiado ruido y conservar las propiedades cuánticas.
—¿Por qué la computación cuántica avanza más lento que la comunicación cuántica?
—Porque es mucho más difícil. Un bit cuántico puede estar en 0, 1 o en una superposición de ambos. Y varios qubits pueden hablar entre sí mediante el entrelazamiento. Eso permite algoritmos más eficientes que los clásicos. Pero mantener ese entrelazamiento es extremadamente frágil. Cuando el sistema interactúa con el mundo exterior aparece la decoherencia, que destruye las propiedades cuánticas. Un computador cuántico necesita estar aislado del entorno y, al mismo tiempo, conectado al mundo para leer la información. Es un equilibrio muy delicado y todavía no se logró a gran escala.
—Usted empezó a trabajar con láseres cuando recién se inventaban. ¿Qué aportaron a la ciencia?
—Cuando llegué al laboratorio, a mediados de los 60, los láseres recién habían aparecido. Entendimos enseguida que permitirían hacer espectroscopía con mucha más precisión. Hoy los láseres permiten construir relojes atómicos increíblemente exactos, probar la relatividad general, atrapar átomos y manipularlos uno por uno. Lo notable es que muchas de estas ideas habían sido imaginadas por Einstein, Heisenberg o Schrödinger como experimentos imposibles. Sin embargo, la tecnología los volvió realidad. El láser muestra cómo la ciencia básica permite crear herramientas que, a su vez, permiten descubrir más ciencia básica: es un círculo virtuoso.
—¿La inteligencia artificial puede aplicarse a su campo de estudio?
—Sí. La IA es una herramienta con una memoria enorme y puede procesar cantidades gigantescas de información. Puede clasificar fenómenos físicos, detectar anomalías, optimizar experimentos o proponer otros nuevos. En mi área podría ayudar a entender sistemas con muchos qubits entrelazados. Pero, aunque la IA sea muy útil, creo que siempre necesitaremos a los científicos. La curiosidad es humana. Las emociones que impulsan la investigación no las tiene una máquina.
—¿Qué avances en otras disciplinas le resultan más sorprendentes?
—En biología y genómica hay grandes progresos: la posibilidad de modificar el genoma humano para tratar enfermedades es un avance enorme. La IA también ayuda a predecir cómo se pliegan proteínas según su secuencia. En astronomía, las ondas gravitacionales abren una nueva ventana para estudiar el cosmos y entender cómo se forman y desaparecen los agujeros negros. La búsqueda de exoplanetas también es fascinante: con espectroscopía muy precisa se pueden detectar elementos como oxígeno o nitrógeno en planetas lejanos, y ver si podrían albergar vida.
—En estos años crecieron los movimientos anticiencia. ¿Por qué?
—Creo que la humanidad vive un momento crítico: cambio climático, tensiones geopolíticas, envejecimiento poblacional. Mucha gente siente que queda al margen de estos cambios y eso genera miedo y resentimiento. Son terreno fértil para los discursos anticiencia. También influye la inteligencia artificial: algunas personas temen perder su trabajo o no adaptarse a un mundo que cambia rápido. La comunicación científica puede ayudar, pero la solución requiere que los políticos entiendan la importancia de invertir en educación y ciencia. En democracias eso es difícil porque prevalece la lógica del corto plazo.
—Usted dijo que “el conocimiento no es lo mismo que la sabiduría”. ¿A qué se refiere?
—La ciencia es neutral: produce conocimiento. El problema aparece cuando decidimos qué hacer con ese conocimiento. La energía nuclear es un ejemplo claro: no se puede borrar lo que ya sabemos, pero sí regularlo. Con la IA sucede lo mismo. Necesitamos reglas claras para conservar la confianza social en estas tecnologías. El equilibrio entre conocimiento y sabiduría es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.