La nueva reconfiguración mundial imaginada por Trump, por error u omisión, no es la propia
La nueva presidencia de Donald Trump ha estado fuertemente influida desde sus inicios por el intento de cumplimiento de sus principales promesas electorales, como la de “lograr una paz entre Rusi...
La nueva presidencia de Donald Trump ha estado fuertemente influida desde sus inicios por el intento de cumplimiento de sus principales promesas electorales, como la de “lograr una paz entre Rusia y Ucrania en apenas un día”, hacer una pulcra limpieza de los “indeseables” inmigrantes que “invadieron” a EEUU, terminar con la “expoliación” de las riquezas estadounidenses que han hecho países no amigos como China, pero también otros que sí han sido aliados históricos como Canadá, Europa, Japón, inter alia.
Han pasado casi cuatro meses desde la asunción el 20 de enero último y el camino parece estar rodeado de grandes dificultades, por fuera de los alardeos del Presidente estadounidense respecto a varias otras cuestiones de política exterior de su país: la compra o anexión de Groenlandia, incluso de manera forzada si para EEUU cabe; la nueva disputa por el Canal de Panamá; amenazas de guerra comercial con China o Europa; disputas arancelarias con los países vecinos de Estados Unidos que conforman el caído en desgracia TLC; la guerra en Gaza; la caída de la Bolsa en Wall Street; las protestas contra los despidos masivos en su propio país; todo eso lleva a que el presidente estadounidense esté luchando ahora mismo en muchos frentes simultáneamente (muchos abiertos por él mismo).
En este escenario de crisis, surge inevitablemente una pregunta: ¿le interesa a Estados Unidos lo que ocurra con Ucrania? O peor aun, ¿la abandonará inevitablemente, sea por desinterés, por desdén o por desprecio? Después de los recientes intentos, hasta ahora infructuosos, del Alto el Fuego temporal entre Kiev y Moscú, muchos factores apuntan a un escenario amenazante y desanimante. Es más, tiende a empeorar de manera trágica, como lo muestran los encarnizados ataques rusos a ciudades ucranias del ultimo mes, sin que Donald Trump y sus miembros del Gabinete digan absolutamente nada o con declaraciones tibias o amistosas del tipo “Vladymir, detente”.
El alto el fuego por 30 días que, primero se anunció de manera general, o sea para todos los aspectos involucrados en un conflicto bélico pero que, luego de nuevas charlas entre Trump y Putin y, obviamente a pedido de este último, derivó en un precario alto el fuego para no atacar a infraestructuras energéticas, que no obstante tampoco se cumplió. Al contrario, la ofensiva rusa ha arreciado como nunca antes en más de tres años de conflicto bajo la no mirada o mirada al costado de las autoridades estadounidenses. Más allá que Zelensky terminó aceptando la posibilidad de un alto el fuego restringido a las infraestructuras energéticas, ciertamente lo que se vislumbra es que un verdadero y sostenido alto el fuego sigue muy lejos de lograrse y, mucho más lejano aun, la posibilidad del logro de una paz estable, justa, sostenible y duradera.
A un observador mínimamente informado no debería sorprender lo ocurrido, si simplemente se toma nota del desarrollo histórico de las relaciones de Rusia con Ucrania y, aun más allá, de las relaciones de la Federación Rusa con sus países vecinos o cercanos en Europa del Este, no solo en este siglo, sino también en el siglo XX y anteriores. Para no aburrir, veamos solo desde el siglo XX hasta aquí. Desde 1919 hasta 1921, Rusia ataca Ucrania, Polonia, Azerbaiyán, Armenia y Georgia, para incluirlas forzadamente en la Unión Soviética recién creada. Polonia logra zafar en ese momento pero vuelve a ser atacada en 1939, ahora con la excusa de la invasión nazi. Finlandia también es atacada en 1939 en la llamada “Guerra del Invierno” y, luego de feroces y encarnizadas batallas, logra salvar su soberanía e independencia, no sin dejar de ceder una porción importante de su territorio (aproximadamente un 11%) a la URSS. En 1940, Rusia invade los tres países bálticos y los anexa a la URSS bajo los auspicios del Pacto Molotov-von Ribentropp, aunque en 1941 los tres países son invadidos por la Alemania nazi. En 1945, Josef Stalin en Yalta los vuelve a anexar a la URSS sin consultar, ni mucho menos respetar, los deseos de los tres pueblos bálticos.
En 1956, 1968 y 1980, desde el Kremlin se envían tropas a Hungría, Checoslovaquia y Polonia para reprimir ferozmente los alzamientos de sus poblaciones en búsqueda de mayor libertad y autonomía de Moscú. Mientras tanto, en 1979 la Unión Soviética invade Afganistán. En 1992, ya con el nombre de Federación Rusa -luego de la caída de la URSS- se ataca a Georgia y Moldavia tratando de terminar con sus aspiraciones independentistas de un año antes. Consecuencias: a Georgia le crean artificialmente dos regiones (las cuales, por medio de población rusa impuesta “manu militari” por Rusia, se apresuran a declararse independientes). En Moldavia, también artificialmente, se crea una república separatista (Transnistria) dejando una importante guarnición militar rusa allí, que hasta el día de hoy le ha causado dificultades no solo a Moldavia sino también a Rumania (recién salida por entonces del ominoso Pacto de Varsovia). En 1994, Rusia ataca las regiones de Chechenia y Daguestán para sofocar sus aspiraciones independentistas, teniendo éxito con la última pero no con la primera, a la cual vuelve a atacar en 1999, ahora si con éxito para Rusia pero a un costo de vidas y destrucción escalofriantes. Finalmente, en este siglo y ya con Vladimir Putin en el poder, en 2008 Rusia ataca a Georgia nuevamente y la Federación reconoce ahora oficialmente la “independencia” de Abjasia y Osetia del Sur, que se habían “separado” en 1992. En 2014 ataca a Ucrania en el Donbas y anexa Crimea, en 2015 ataca a Siria y en 2022 se produce la invasión a gran escala nuevamente de Ucrania.
Sin mencionar la atrocidad del genocidio del Holodomor (hambruna artificial infligida por Stalin a Ucrania en 1932 y 1933) todo lo recién detallado demuestra que Rusia siempre ha sido una potencia imperialista y de las más crueles. Pero también demuestra, en los países bálticos y en los demás países del Este europeo, que no fue la OTAN la que “cruzó hacia el Este” sino que mucho antes Rusia había “cruzado hacia el Oeste” de manera agresiva y violenta por razones imperiales. Eso fue lo que motivó que los pueblos de estos países y repúblicas oprimidos por décadas por el yugo ruso/soviético aprovecharan sus independencias por la caída de la URSS en 1991, para afiliarse “más temprano que pronto” a Europa y a la OTAN, en la búsqueda de protección y seguridad de sus fronteras pero, más importante aun, por el temor a perder nuevamente las libertades que brinda el “mundo libre” perteneciente a la civilización occidental si no lo hacían.
En el año 2021, la Federación Rusa hizo conocer un documento que llevaba como título “Estrategia Nacional de Seguridad”, el que luego fue respaldado en 2023 con otro documento titulado “Fundamentos de Política Exterior Rusa”. En dichos documentos, se configuran los “mapas de ruta” no solo para el accionar ruso sino también se recrean los lineamientos de cual iba a ser el mundo que imagina el Kremlin que estaba por venir y cuál un escenario “deseable” en términos rusos. El Kremlin ya imaginaba en ese año 2021 y lo reafirmaba en el 2023, un mundo donde reine el “transaccionalismo”, donde Rusia pudiera influir para lo que ella consideraba que era “lo correcto” en términos de familia, tradición y sociedad, y donde la última de las tres grandes ideologías de los últimos siglos -el liberalismo- cayera finalmente dando lugar a otra concepción del planeta absolutamente diferente a ella. Por cierto, no deja de ser una excelente noticia para Moscú la tarea que está llevando a cabo la nueva administración de Donald Trump con el “alegre” desmantelamiento del último andamiaje del liderazgo global de los EEUU.
Todo esto que ocurre por estos días, es “música para los oídos” rusos. Ha fragmentado a Europa, la cual está fatigada y temerosa de que este nuevo liderazgo estadounidense, tan disruptivo, no sea tan solo una “mala racha” en camino de un sendero sinuoso y desconocido, sino que teme que se esté reconfigurando un nuevo orden del cual EE.UU. pareciera no pretender ser el actor principal pero que tampoco desea que Occidente prevalezca en las nuevas ideas y acciones a tomar, bajo la ilusa idea de “dividir para reinar”.
Un nuevo orden mundial está sobre nosotros y podemos luchar por el derecho a vivir como realmente queremos o prepararnos para vivir bajo los términos de un nuevo orden iliberal. A Trump pareciera no importarle o peor aún, hasta podría llegar a estar de acuerdo con estos nuevos términos. Conviene adentrarse en los documentos estratégicos rusos de 2021 y 2023 para situarnos en el desafío que implica a los términos del nuevo orden instituido al final de la Segunda Guerra Mundial. Estos estratégicos textos rusos presentan una visión coherente para lo que ellos estiman un “orden post occidental”, construido alrededor de cinco pilares fundamentales: a) pluralismo civilizacional en vez de normas universales; b) soberanía absoluta en vez de gobernanza supranacional; c) valores tradicionales en lugar de pluralismo liberal; d) políticas de equilibrio de poderes que estén por sobre los derechos universales y; e) priorización de la fuerza por sobre la ley. Tomados todos ellos de manera conjunta, estos pilares fundacionales conforman el esqueleto de la ambición estratégica de Rusia y una acusación al orden liberal mundial aparentemente en retirada, y si esto efectivamente se comprueba así, los pilares estratégicos rusos deberían emerger como su reemplazo.
El problema no son tanto por estas aspiraciones rusas, las cuales causan preocupación dado el formidable poder militar nuclear que tiene, no tanto en lo económico y lo político, ya que en realidad estas ultimas debilidades convierten a la Federación en meramente un poder regional -importante, eso sí- pero cada vez más acotado y con mayores problemas recurrentes. El verdadero problema es que algunos de esos pilares estratégicos parecen estar reflejándose en otros importantes actores internacionales, pero más grave aun en el propio EE.UU., hasta aquí en 2025 el único hegemón mundial. Si se desbrozan los deseos y aspiraciones de la nueva administración estadounidense (tanto las aparentes como las ocultas) y se comprobase que ello fuera efectivamente así, la continuidad del mundo que se plasmó desde 1945 hasta aquí, con sus más y sus menos, está seriamente en duda y no precisamente vayan a a ser los actores del llamado “mundo libre” los que tendrán la voz más potente y asertiva.
Esos valores mencionados en los dos documentos rusos están estrechamente vinculados al patriotismo, la religión, la familia y la identidad histórica. Los ideales liberales, como los derechos humanos de las minorías, el secularismo o el multiculturalismo, no solo son vistos como desacuerdos políticos, sino como amenazas a la integridad de la civilización, tal y como la vislumbran las élites religiosas y políticas de la Federación, con el Patriarca Kyrill como el faro que guía las bonanzas que desea y vislumbra la “madre patria rusa”. Sin embargo, la realidad detrás de esta retórica es profundamente contradictoria. La invocación del tradicionalismo de Rusia es vacía de contenido. Las tasas de divorcios y abortos se encuentran entre las más altas del mundo. La Iglesia Ortodoxa Rusa, lejos de ser una guía moral, glorifica la guerra e incita al asesinato. Las religiones minoritarias, particularmente las protestantes, son acosadas y reprimidas, también las cristianas, a pesar de los incesantes pedidos de amistad y cooperación del recientemente fallecido papa Francisco, mediante el Diálogo Interreligioso, instalado y establecido durante su Papado. Los llamados “valores de Rusia” no son principios, son instrumentos. Sirven como armas políticas, utilizadas para despertar el sentimiento iliberal entre aquellos que temen a la modernidad y al globalismo. Este marco moral no trata tan solo de dar forma al futuro interno de Rusia; se trata de presentar un polo global alternativo al liberalismo, diseñado para atraer a gobiernos de ideas afines y a públicos desilusionados. No se trata de una renovación moral, sino de un realineamiento ideológico, basado en el control autoritario. Todo esto lleva naturalmente al rechazo de los derechos universales a favor de la legitimidad basada en el poder. Rusia se opone explícitamente a la concepción liberal de los derechos humanos tal como la definen la ONU y las democracias occidentales. En cambio, pide un retorno al modelo de Westfalia: un mundo en el que los Estados establecen sus propias reglas, y la legitimidad no se deriva de las reivindicaciones morales, sino de la fuerza. Se intenta dejar de lado el multilateralismo, regidos por reglas normas para todos por igual, por el multipolarismo, que también contiene reglas y normas pero que son establecidas por los poderosos en detrimento de los débiles, en función de esferas de influencia.
Si las doctrinas estratégicas de Rusia exponen los pilares de un orden mundial postliberal, entonces el concepto de soberanía civilizatoria es la arquitectura que los une. El término puede sonar benigno, hasta inclusivo, evocando ideas de pluralismo cultural e independencia nacional. Pero a medida que Rusia lo usa, la soberanía de la civilización significa algo muy diferente. No es una celebración de la diversidad. Es una justificación para la jerarquía y la dominación que da forma a un nuevo orden mundial. A medida que el orden internacional liberal se debilitaba, Moscú articuló una alternativa coherente, no como una utopía, sino como un diagnóstico. Eclipsó el colapso del universalismo, con el advenimiento del regreso de las “esferas de influencia” y la reafirmación del “poder duro” como árbitro final de la legitimidad. En el corazón de esta visión se encuentra una idea simple: no todas las soberanías son iguales. Mientras que la Carta de la ONU consagra la soberanía igualitaria de todas las naciones, la doctrina de Rusia implica un orden internacional estratificado en el que el poder y la identidad civilizatoria determinan el estatus. En este mundo, Rusia no es un Estado-nación, es un polo de civilización, una entidad cultural-geopolítica única con una misión histórica: “la Gran Madre Patria Rusa”. Este encuadre significa que solo un puñado de actores (Rusia, China, India, EE.UU. a regañadientes, y algún otro, Turquía quizás) califican como civilizaciones completas, capaces de dar forma a los asuntos globales en sus propios términos. De ese modo, todos los demás se deben afiliar a uno de estos polos. Estados como Ucrania, en esta cosmovisión, no son pares soberanos. Son vistas como entidades subordinadas cuya legitimidad depende de permanecer dentro del dominio civilizatorio asignado.
El cambio de Ucrania hacia el Oeste no se entiende como “autodeterminación”, se ve como “traición a la civilización”. Su propia afirmación de independencia se convierte en una amenaza existencial para la esfera imaginaria de Rusia. La soberanía civilizacional entonces no se trata tan solo de la autonomía de todas las naciones. Se trata de reforzar la autoridad de los poderes dominantes sobre lo que definen como sus zonas culturales. En términos prácticos, esto lleva a la reasignación de la política global como una “colección de esferas de influencia privilegiada”. El espacio postsoviético se trata como el dominio natural de Rusia, una región no solo dentro de su órbita histórica, sino integral de su identidad. Esto se extiende por Europa del Este, el Cáucaso y Asia Central, donde la soberanía de los estados más pequeños se niega o socava constantemente. Así, Rusia está cumpliendo una “misión históricamente única” destinada a “mantener el equilibrio global garantizando el desarrollo pacífico”. Esa “misión” se ha utilizado para justificar la intervención militar, la ocupación y la desestabilización política de los países vecinos. En esta visión, la presencia de la OTAN y la UE en estas regiones no es legítima, incluso aunque se la elija democráticamente. En cambio, se interpreta como una invasión neocolonial por parte de Occidente, una intrusión no solo en el territorio, sino en la integridad civilizatoria de Rusia. Aquí radica la contradicción central de la soberanía civilizatoria: no extiende la autodeterminación a todos. Se le niega a aquellos que rechazan la atracción gravitacional de un poder dominante. A los ucranianos se les dice que no tienen derecho a definir su futuro fuera de la esfera de Rusia. Ucrania no puede elegir la OTAN. Su soberanía es condicional. Su independencia solo se tolera cuando se alinea con los intereses de Moscú.
Lo que Rusia promueve no es la igualdad multipolar, sino el autoritarismo regional. Se espera que cada “núcleo” de la civilización domine su espacio circundante sin interferencia externa. El derecho internacional se vuelve secundario al derecho cultural. El dominio regional se naturaliza. Y las instituciones liberales no se reorganizan como instrumentos de paz y cooperación, sino como amenazas al orden local. Esa “crisis” percibida no es la guerra, la hambruna o el cambio climático. Es la erosión percibida de la autoridad tradicional reemplazada por las normas liberales y las instituciones universales. Así, el mundo debe reorganizarse pero no alrededor de “valores compartidos” sino en función de los límites de la “civilización heredada”, valga decir, en torno a un Imperio, pero dicho en voz baja para no enturbiar el concepto ruso de “autenticidad”. La soberanía civilizacional redefine la legitimidad en torno al poder, no al principio. Justifica la invasión de vecinos como reunificación, la ocupación de territorio extranjero como corrección histórica y la supresión de la disidencia como preservación cultural. Trata a alianzas como la OTAN y la UE como ilegítimas cuando existen dentro de la esfera reivindicada de Rusia. Promueve el autoritarismo no como un mal necesario, sino como una expresión natural de los valores tradicionales. Describe al liberalismo, al multiculturalismo y a los derechos humanos no como aspiraciones universales, sino como herramientas subversivas de Occidente.
Lo problemático de todo esto no son los conceptos vertidos por una potencia imperial desde siempre como lo ha sido Rusia, a la cual siempre también le costó amoldarse a las ideas universales rectoras de la humanidad, y más aun desde 1945 hasta aquí. El real desafío es comprobar como otros muy importantes actores de este escenario internacional, que además alguno de ellos (EE.UU.) emergieron como la gran potencia rectora internacional por medio de una admirada democracia en lo interno, agregando y sosteniendo el respeto a las normas internacionales emanadas de Yalta, Postdam, Viena o Bretton Woods, en la actualidad, con sus palabras pero más grave aun con sus aparentes planes y acciones parecen haber adscripto (advertida o inadvertidamente) a las posiciones rocambolescas rusas para hacerlas suyas e imponerlas an aras de lo que consideran un justo regreso al dominio mundial que perciben haber perdido -o al menos creen que lo han perdido parcialmente- y lo que es peor no en manos de los adversarios de siempre (Rusia, China, Corea del Norte, Irán) sino por culpa de los que han sido históricamente sus más fieles aliados. Todas estas cuestiones influyen de manera proverbial en el accionar ruso en el escenario internacional, pero lo sorprendente es la aparente similitud de contenidos, de ideas y de aspiraciones, que se vislumbran en otros grandes actores del escenario internacional mundial, en especial en los EE.UU. y que, supuestamente, deberían ser los adalides de la defensa del occidentalismo, tal como se lo conoció desde 1945.
Bajo la nueva Administracion Trump, EE.UU. pareciera no solo rehusarse a detener a Rusia en sus sangrientas ambiciones, sino que pareciera que, además de estar retirándose o aislándose del Viejo Orden Mundial, también está ayudando a desmantelarlo. Mientras Rusia persigue una coherente visión acerca de sus objetivos, tal como se la describió, los EE.UU. de Trump en su errático e impulsivo comportamiento, parecen estar “prendiendo fuego” al cuerpo de instituciones, normas y alianzas que alguna vez estructuraron el orden global sin que se perciba una visión o una estrategia liberal compensatoria. Solo se percibe un aislacionismo auto infligido que contribuye a que la anarquía geoestratégica se generalice y por lo tanto el mundo sea cada vez menos pacifico y por ende más peligroso, tal como Rusia lo percibe (y anhela) pero lo que es peor es que gracias a estas ayudas inesperadas que recibe el costo para la Federación es mucho menor de lo que siquiera imaginaba hasta aquí. Muchos analistas perciben que Trump, de manera muy cautelosa, estaría intentando hacer lo que ya Nixon y Kissinger hicieron en 1971/1972, que fue la división de la alianza entre la China Comunista de la comunista Unión Soviética, para debilitar a esta última, habiendo tenido éxito para que el desvencijado régimen económico y político soviético se debilitara gravemente, de tal manera que diera lugar, primero a la caída del Muro de Berlín, en 1989, y luego a la implosión y posterior desmembramiento de la URSS, en 1991. Ahora, los EE.UU. de Trump estarían tratando de “congraciarse” con la Rusia de Putin con la quimérica a la vez que “utópica” idea de debilitar su alianza con China y aislar a esta última, vale decir la misma estrategia de 1971 pero con un enroque de actores. Lamentablemente para Trump, el reforzamiento de la Asociación Estratégica sino-rusa, firmada en enero de 2022, días antes de la invasión a gran escala de Ucrania un mes después, y fundamentalmente la declaración conjunta de mayor profundización de dicha Asociación Estratégica firmada por estos días, parecen preanunciar que el resultado esperado por las autoridades estadounidenses podría muy posiblemente no ocurrir. De ser efectivamente así, el escenario de aislacionismo y aislamiento de EE.UU. se profundizaría, pero en esta ocasión con los históricos y fieles aliados de siempre -Europa, Canadá, Japón, Australia, etc.- resentidos por las agresivas medidas estadounidenses de los últimos meses y temerosos que esas medidas, lejos de aliviarse, se profundicen. Por todo lo que hemos conocido en los documentos rusos de 2021 y 2023, habrá que esperar que tal cosa realmente no suceda.