La Traviata fluye en su propuesta escénica y brilla en las voces de Hrachuhi Bassenz, Lipanit Avetisyan y Vladimir Stoyanov
La traviata. Ópera de Giuseppe Verdi. Dirección Musical: Renato Palumbo. Dirección de escena: Emilio Sagi. Diseño de escenografía: Daniel Bianco. Diseño de vestuario: Renata Schussheim. Dise...
La traviata. Ópera de Giuseppe Verdi. Dirección Musical: Renato Palumbo. Dirección de escena: Emilio Sagi. Diseño de escenografía: Daniel Bianco. Diseño de vestuario: Renata Schussheim. Diseño de iluminación: Eduardo Bravo. Reparto: Hrachuhi Bassenz (Violetta Valery), Lipanit Avetisyan (Alfredo Germont), Vladimir Stoyanov (Giorgio Germont), María Luisa Merino Ronda (Flora), Maír Eugenia Caretti (Annina) y elenco. Orquesta y Coro Estables del Teatro Colón. Función del Gran Abono. Nuestra opinión: muy buena.
A su manera, y muy creativamente, la puesta de Emilio Sagi comienza con el ingreso del público. El Colón recibe a sus asistentes con el gran telón abierto lo que permite ver un proscenio vacío, despojado. Sólo eso. Lo que hay por detrás queda oculto ya que, gigantesco e impenetrable, está el gran telón de gasa.
Con la señal de partida de Renato Palumbo, el muy buen director musical, en dos planos simultáneos, el sonoro y el visual, comienza la magia de La traviata. Tenues, afinados y envolventes, los violines inician el preludio. Esos sonidos son los mismos que se harán presentes en el comienzo del tercer acto, cuando Violetta, ya moribunda, rechazada y solitaria sólo espera su desgraciado final. Pero en ese mismo momento, en esta propuesta, a lo largo de todo el preludio, a través de la gasa y con juegos de luces sugerentes, de modo claro y difuminado a la vez, se puede ver cómo Violetta, débil y tambaleante, es vestida, cuidadosamente, por Annina y un grupo de mucamas.
Cuando finaliza la introducción comienza una verdadera doble ficción: la de una Violetta rozagante, como si la tuberculosis no existiera, y, la más importante, la de la ópera en sí misma, una obra maravillosa cuyas contundencias y milagros siguen en pie tanto por exponer una historia de amores y violencias que, con otras maneras, sigue vigente como, esencialmente, por las bellezas y la potencia musical y dramática con la cual Verdi la llevó adelante.
El planteo teatral de Sagi, contundente en su concisión, es dejar fluir el drama sin interponerle desvíos de atención o simbolismos inextricables. En una París de mediados del siglo pasado, van cambiando los escenarios, los colores, los modos de iluminación y los vestuarios siempre en espacios abiertos e insinuantes, y la historia, con sus alegrías, sus injusticias, sus amores, sus desgracias y una enfermedad calamitosa, va fluyendo atrapante, a pura música y a puro canto. Con este idea, y dentro de la relativa lentitud teatral inherente al género, es necesario que los participantes ofrezcan actuaciones, gestualidades y movimientos que eviten la reiteración o que la dirección escénica trate de sortear los lugares comunes.
En este sentido, en el segundo acto, el más dramático, cuando Germont exige el sacrificio del cual emergerá la tragedia, más allá de las certezas vocales y musicales, hubo reincidencias y desempeños poco convincentes, en especial por parte de Hrachuhi Bassenz, todo el tiempo oscilante en su andar y con gestualidades un tanto ampulosas. En contraposición, resultó gratamente sorpresivo el coro de las gitanillas. No hubo bailarinas en escena sino que las mismas mujeres del coro, con amplios abanicos en las manos, cantaron con movimientos sincronizados en tanto que los varones, silenciosos en ese momento, acompañaron con muy sugerentes palmoteos en los tiempos débiles del compás.
Con todo, de ópera se trata, lo más relevante son las voces y la música. Hrachuhi Bassenz, Violetta, comenzó un tanto insegura, con bajos poco audibles y ofreciendo un vibrato sumamente amplio. Así como su participación en la escena del brindis en el comienzo de la ópera quedó un tanto opacada por las precisiones, las inflexiones y la soltura de Lipanit Avetisyan, ya en su extenso soliloquio del final del primer acto, la soprano armenia ofreció una voz amplia, coloraturas y agudos precisos y solvencia escénica.
A lo largo de toda la ópera, Bassenz pasó algo desapercibida en los diálogos o escenas de conjunto en tanto que admiró y cosechó ovaciones en cada una de sus intervenciones solísticas. Lipanit Avetisyan, el amante Alfredo, también armenio, lució un canto muy atractivo, un fraseo refinado y una emisión limpia a todo lo largo de su registro. Y ese horrible Giorgio Germont, el paradigma de la hipocresía, encontró en Vladimir Stoyanov un cantante excepcional. Su voz densa, intensa; sus fraseos, su musicalidad y su actuación fueron admirables. Seguramente, el barítono búlgaro debe ser una persona normal y sensible. Es de suponer que cuando personifica a Rigoletto, debe ser un auténtico padre amantísimo y, en sentido contrario, debe ser un cínico repugnante haciendo el papel de Scarpia. Correcto y sin puntos flojos de ningún tipo, el resto del elenco.
Un último elogio para Antonio Sagí, el responsable de una puesta muy interesante, bien planteada y muy efectiva. En el final, cuando Violetta muere sintiendo que renace, lentamente va caminando hacia adelante hasta caer en el proscenio. Coincidente con los últimos acordes de la orquesta, por detrás de ella, cae el telón de gasa. El cuerpo queda exangüe y en soledad, separado de todo el resto y se apagan las luces. Al reencenderse, Hrachuhi Bassenz, la protagonista excluyente de la ópera, se levanta para recibir una merecida ovación. Después sí, se cierra el gran telón y tiene lugar la típica rutina final: se abre el telón y uno a uno van recibiendo sus aplausos todos los participantes de esta Traviata que contó con un muy buen elenco y las muy buenas participaciones del Coro y la Orquesta Estables del Colón.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/musica/la-traviata-nid19112025/