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Mariana Enríquez: “Me interesa el miedo en toda su dimensión”

La nueva edición de Cómo desaparecer completamente fue el punto de partida del encuentro de Mariana Enriquez en el ciclo Conversaciones, pero la charla fue mucho más allá del libro. Enriquez tr...

Mariana Enríquez: “Me interesa el miedo en toda su dimensión”

La nueva edición de Cómo desaparecer completamente fue el punto de partida del encuentro de Mariana Enriquez en el ciclo Conversaciones, pero la charla fue mucho más allá del libro. Enriquez tr...

La nueva edición de Cómo desaparecer completamente fue el punto de partida del encuentro de Mariana Enriquez en el ciclo Conversaciones, pero la charla fue mucho más allá del libro. Enriquez trazó una lectura personal de su recorrido, de las obsesiones que la guían y del modo en que las distintas artes, la literatura, la música, y las artes visuales, alimentan su trabajo.

Durante la entrevista, la autora de Nuestra parte de noche y Las cosas que perdimos en el fuego, entre otros títulos, habló de la adolescencia como una etapa de omnipotencia y desamparo, de la construcción interna de los personajes antes de convertirse en lenguaje, del miedo como materia literaria en su dimensión más amplia y del valor irremplazable del ojo editorial. También reflexionó sobre la conexión inesperada con lectores jóvenes, la violencia juvenil como fenómeno social y los temores contemporáneos frente a un mundo cada vez más incierto.

—Vamos, como excusa y como disparador, con tu libro “Cómo desaparecer completamente” que está siendo relanzado. Arrancó en 2004 y ahora vuelve a estar en las librerías. Antes de la primera pregunta vamos por algunos avisos parroquiales: el 23 de noviembre presentás extrañas compañías. ¿En dónde es?

—En Deseo.

—¿Cómo lo decimos?

—No es un evento. Es una performance donde voy a hablar de mis obsesiones, de mis influencias. Va a haber música, va a haber proyecciones. Es un encuentro conmigo en mi locurita.

—¿Locura derivada por lo literario, por lo musical, en el sentido de tus influencias musicales, rockeras?

—Sí, las tres cosas. Y artes visuales también. Yo concibo lo que destilo en literatura tiene que ver con las influencias de todo lo que tomo alrededor. Soy una escritora que se deja atravesar por muchas influencias con gusto.

—Entonces, déjame hacer el aviso parroquial completo: quien quiera averiguar sobre esto, ¿cómo hace?

—En mi cuenta de Instagram lo van a encontrar: están las precisiones y dónde pueden comprar la entrada.

—Ahora sí, arranquemos. Cómo desaparecer completamente. ¿Por qué se relanza este libro? Y no me digas “la guita”, porque no va.

—No es por eso. Es un libro que cuando se editó en 2004 —todos recordamos lo que era ese año— fue uno de los pocos libros de un autor argentino que se publicó en ese momento por M.C.

—Había una crisis total…

—Yo tenía casi 30 años, era mi segundo libro y era un momento muy complicado personal y en la Argentina. Con esa crisis nadie sabía dónde empezaba una cosa y terminaba la otra. Es un libro muy de esa época, pero terminó siendo muy actual o muy permanente. Hablamos con los editores de relanzarlo porque no había sido muy leído y mostraba una faceta diferente de mi trabajo literario: todavía no era horror en sentido de género, aunque pasan cosas horribles. Me pareció interesante mostrar eso, el origen.

—No soy crítico literaria, pero mi impresión es que hay trazos de la Mariana Enríquez que leímos después: la forma de escribir y de narrar.

—Sí. Yo buscaba escribir género, pero aún no sabía cómo. Probé con una novela hiperrealista que tiene humor y mucha sordidez. Trabajé especialmente la sordidez del ambiente y de la situación. Es un libro bastante desesperanzado, aunque irónicamente es el que termina mejor. Quizás porque todo era tan catastrófico que ya ni yo lo soportaba.

—Mientras lo leía sentía que era la versión argentina de “El guardián entre el centeno”.

—Sí. Ese era uno de los libros que tenía en mente, pero al revés. El viaje de Matías es opuesto al viaje de Holden: Holden escapa de su escuela privada y de su privilegio buscando algo más real. Matías siente demasiado la vida y busca lo contrario: ir hacia algo más artificial que le dé una capa de piel para no estar en carne viva. En vez de desarmarse, quiere armarse. El Guardián entre el centeno lo tuve muy en mente.

—¿Y Rayuela de Cortázar?

—Cortázar también me influenció, no Rayuela en particular, pero sí su oralidad. El libro es muy oral. Hay algo de su facilidad para los diálogos que en general me influenció. Esa aparición providencial de esa chica no recuerdo de dónde la saqué. Es un libro que escribí hace mucho, lo más sincero que puedo decir es que no me acuerdo. A veces pasa.

—Voy a leer unas páginas. No te voy a decir que te las vas a acordar. Para mí, la frase más potente es cuando Matías cuenta: “Tengo que dejar algo antes de morirme. Siento que no puedo desaparecer y ya. ¿Nunca te pasó eso? Quiero hacer algo más de lo que soy. Que alguien se acuerde de mí. No sé cómo explicarlo”.

—Yo recuerdo bastante a Matías. Tengo esas cosas con los personajes. Me da ternura que piense en morirse. Hay una situación en la que puede tener miedo por riesgo de vida, pero más allá de eso le aterra que no quede nada de él. Su existencia es chiquita y poco memorable en todo sentido. Esa idea es muy triste de tener siendo adolescente. Cuando uno es adolescente cree que es inmortal y cree que es importante. Y cuando aparece la conciencia de que uno no es importante ni memorable, es triste. Venimos de ser el centro en la infancia —para bien o para mal— y después nos damos cuenta de que ya no. En la adolescencia se manifiestan la omnipotencia total y el desamparo total. Matías está muy desamparado.

—¿Cómo vas armando los personajes?

—En la novela —a diferencia del cuento— el personaje lo tengo desde antes y convivo mentalmente con él durante mucho tiempo. Entonces, cuando escribo, ya está armado, y lo que ocurre al escribir es dejarlo actuar. Y actuar con el lenguaje: va a hablar de determinada manera, moverse en atmósferas contadas con un lenguaje específico y habitar ese lenguaje de una forma particular. Ahí está el moldeo. Pero antes de que sean lenguaje, están en mi cabeza y convivo con ellos. Los hago interactuar con otros. Es rarísimo, como tener presencias un poco fantasmales. En el cuento no pasa tanto.

—¿En qué momento le ponés un nombre, lo bautizás?

—Muy rápido. Cuando están en mi cabeza no tanto, pero cuando empiezo a escribir enseguida tienen nombre.

—No es lo mismo un Matías que un Coco, o un Gerardo, o un Patrick si querés poner un gringo, o “el Gordo” o “el Turco”. Incluso el género.

—Los bautizo bastante rápido y sé rápido también la edad. La edad para mí es fundamental. En esta novela que fuesen adolescentes era muy importante, pero es una novela que pasa por tantas cosas… En “Nuestra parte de noche” tenía muy claros los momentos de la vida en los que estaban, y eso implicaba cómo hablaban y a quién se dirigían.

—¿Vos te hacés una hoja de ruta? ¿Del tipo “quiero arrancar acá, te voy a llevar para allá, vas a ir para acá y vas a terminar allá”?

—A veces eso se cumple, pero no se trata de “que fluya”. Yo tengo el final. Después, hacia donde conduzco la historia y hacia donde el personaje también te conduce es hacia ese final. Eso va cambiando mucho. Podés decir: “voy a tener esta peripecia, esta otra, esta otra”, y después la historia no llega ahí. Por lo que sea: no funciona lo que estabas pensando, estaba mal narrativamente, no te gusta. El camino de la novela es muy sorprendente y muy frustrante también. Pensás: “¿Por qué no podemos tener esta escena? ¿Por qué no?”. Intentás, intentás, intentás. No hay que enamorarse, pero es difícil.

—¿Llegás a sentir que los personajes cobran vida?

—No es literal, pero se siente como si un personaje se plantara y dijera: “Eso no va conmigo”. Me acuerdo en “Nuestra parte de noche”, y ahora que estoy escribiendo una novela, hay peleas tremendas entre todos en mi cabeza. Diálogos y debates interesantísimos. La novela está muy en pañales, todavía no la tengo. Me tengo que sentar otra vez. Pero ahora pasa algo: un personaje que yo cuento de niño no quiere. Cuando lo cuento de niño sale mal, no tiene gracia, se parece a otros textos. Siento todo el tiempo que él me está diciendo: “Dejame hablar como adulto y que yo recuerde el pasado”. Y tiene razón. Cuando vuelva a sentarme voy a hacer eso. En “Nuestra parte de noche”, con Rosario —la esposa del protagonista o de uno de los protagonistas— yo quería contarla como si fuese una novela victoriana británica: con diarios, cartas, casi de forma epistolar pero con textos más contemporáneos. Lo intenté dos veces. No funcionó. Sentía todo el tiempo que ella decía: “Dejame hablar”. Cuando la dejé, esa parte del texto quedó en primera persona y la escribí en tres días. Son muy rebeldes. No es místico: cuando uno entra en la narrativa y en el lenguaje, eso tiene sus propias reglas. Uno trata de forzarlas y no se dejan.

—¿Sos metódica para escribir?

—Estoy muy domesticada en comparación con lo que era, sobre todo cuando escribí esa novela, que fue escrita de una manera muy tóxica y en momentos robados. Trato de tener contacto diario con lo que estoy escribiendo. No necesariamente sentarme a escribir, pero sí dedicar unas horas a leer sobre el tema, revisar lo anterior, escuchar música que me sirve, caminar pensando en la novela. Estar en la novela, aunque no esté escribiendo literalmente todos los días.

—¿Y cuando te sentás a escribir?

—Fue cambiando. Antes podía hacer jornadas largas de seis horas. Ahora prefiero jornadas más fragmentadas porque estamos muy distraídos en general. Es mejor estar concentrado dos horas, renunciar a todo estímulo y dopamina, y concentrarse dos horas. Eso puedo hacerlo, como cualquiera mira una película de dos o tres horas. Después podés distraerte y volver. Pero no forzar un método de trabajo que no coincide con cómo estamos viviendo. Si me ponés de eremita en un lugar sin internet mirando el mar, probablemente me vaya caminando al pueblo a conectarme o me meta al mar. No se puede ir contra eso. Hay que negociar.

—El método: dos horas. ¿Preferís esas dos horas para hacer todas las páginas que puedas y después revisar, o dos horas para una sola página dejada perfecta?

—No. Revisar es al final. Siempre terminar el draft. Hacer la primera versión. No hay que volver atrás, si no no terminás nunca. Y lo peor: te volvés muy autoconsciente. El momento creativo necesita desinhibición.

—¿Dejás la página en un punto y aparte para retomar al día siguiente?

—A veces sí. No es rígido. A veces lo dejo cuando siento que una escena está terminada. Digo: “Mañana tengo esto”, y dejo la oración empezada como recordatorio. Al día siguiente no la toco, pero me sirve para recordar por dónde venía. Cuando estás muy en tema te acordás.

—Cuando terminaste todo, cerraste. Te vas con tu pareja, te tomás una cerveza o un té. ¿Al otro día leés y te querés matar?

—No, pero empieza el trabajo. Ahí empieza el trabajo: el picapiedra, la frustración. Empieza el trabajo de corregir, de desenamorarse.

—¿Cuántas ediciones puede llevar?

—Muchas. Diez, doce. Nunca se termina. Soy rápida para corregir porque me gusta. Si puedo hacerlo en una revisión total en dos o tres días, lo hago. No corrijo de a poco; me gusta corregir leyendo el libro entero, como lee uno cuando lee. Creo que el momento de la corrección es el momento más lector, editor y crítico que tiene el escritor. Y está bien leerlo todo junto, no de a pedazos.

—Y al mismo tiempo llega un momento en el que decís: “Mirá, lo terminé. Creo que lo terminé”. ¿Lo dejás descansar un tiempo largo y volvés a leerlos con la cabeza y ojos frescos?

—En general no hago eso. En general lo entrego al editor, y que el ojo fresco sea el del editor. Lo que me pasa es que quedo con el ojo cansado. No puedo refrescarlo. Llega un momento en el que ya no sé qué está bien. Te perdés: conocés tanto el texto que es como si te conocieras demasiado la cara. Ya no te das cuenta; te maquillás siempre igual porque sabés que eso te queda bien. Es automático. Y necesitás realmente al editor que te diga: “A lo mejor si te hacés la ceja más finita…”.

—¿Todavía te pasa eso? ¿Cuántas novelas?

—Cuatro novelas, diez u once libros. Y sí, la mirada del otro es fundamental.

—¿Siempre el mismo editor o editora?

—No, fue cambiando. Mi primer editor fue Juan Forn, que fue casi mi maestro de escritura. Diría que el único a ese nivel. Después tuve muchos lectores amigos y ahora es una mezcla entre la editora de Anagrama, Silvia Sesé., y mi agente. Las dos leen, pero Silvia me lee y me lee muy bien. Pero lo de Juan fue decisivo. Me enseñó todo. Yo era muy chica, tenía 20 años. Me acuerdo de todo porque a esa edad era muy impresionante. Y él era muy canchero, no era un editor solemne. Nos moríamos de risa. Nos metíamos en su oficina en Planeta —esa época todavía era una redacción de las viejas, todos fumando— y nos sentábamos ahí con mi libro impreso, tachando, corrigiendo, tomando algo. Muy divertido, hasta tarde. Se preocupó mucho por mí y eso siempre se lo voy a agradecer. No te lo hace cualquiera, aunque le guste el texto: decir “te voy a sacar adelante; acá hay algo y nos vamos a divertir mientras tanto”.

—Página 149. La frase es: “Y Matías supo que eso era una fiesta, que esos gritos y esa sangre eran una fiesta y que no la iban a detener los que gritaban desde el micrófono ‘Chicos, chicos, por favor’, porque era una fiesta matar; que estaban todos juntos festejando, todos juntos deseando lo mismo, y los gritos eran de celebración”.

—No podemos decir dónde es, pero yo estuve ahí, donde pasó ese hecho.

—Se me vino a la mente el caso de Fernando Baez Sosa.

—Es otra situación, pero muy parecida. Es muy impactante presenciar esa violencia.

—Y a veces se combina con la frase anterior: esa sensación de “necesito ser visto”, “necesito pertenecer”, “no estoy solo”. Esa soledad tremenda que viven muchos chicos y chicas.

—Cuando ese desamparo se vuelve horda pasa eso: pibes todos juntos en una situación violenta. Una horda. Y esa fidelidad entre ellos. Me acuerdo del caso de Báez Sosa: muchos estaban sorprendidos —y en un punto es sorprendente— por la fidelidad entre ellos. Como si se hubieran convertido en un miniejército. Es un horror, pero ocurre: es una identificación complicada. La radicalización en términos de violencia juvenil es un proceso de mucha identificación entre los chicos. Y cuando yo era joven era así también.

—Cuando presentás libros o en este evento teatral, ¿qué te dicen los chicos y chicas?

—Es muy raro lo que pasa con los jóvenes, porque me leen. Me lee gente de todas las edades, pero mucha gente joven, y no llego a entender bien por qué. En este libro lo podría entender, pero este libro se volvió a editar y nadie lo conocía. Y yo no siento que mis textos sean especialmente juveniles. No sé bien qué pasa. Supongo que hay una sensibilidad común que no termino de entender, pero que tiene que ver con experiencias que tal vez en la literatura no aparecen tan claras: experiencias de soledad, de alienación, de angustia mental, de sentir que no hay futuro.

—Tocaste una fibra sensible.

—Algo pasó, sí. Porque algunos personajes son adolescentes, pero lo que les pasa no es necesariamente adolescente. Hablo del miedo. Esa cosa de “la reina del terror”… Yo trabajo desde el género, pero lo que me interesa es el miedo en toda su dimensión: el miedo de vivir en una sociedad tan frágil como la nuestra, en un país tan frágil, en una región frágil; el miedo a nuestra propia fragilidad; el miedo a morir violentamente; la incertidumbre de vivir en un lugar donde no está claro qué es real y qué no. Eso es terrorífico. Veo algo de inteligencia artificial y cuando no sé si es real o no, lo primero que me pasa es miedo: siento que estoy despersonalizada. Eso es lo que trabajo más que el horror.

—¿Volverías a escribir este libro de otro modo si lo escribieras hoy?

—No lo escribiría hoy. Por eso no quise cambiar nada. Ese libro le pertenece a la escritora que yo era entonces y la respeto, porque estaba en una búsqueda particular. Lo volví a leer mucho para esta edición y estoy conforme. No lo volvería a escribir, pero no me dio rechazo. No lo sufrí. O lo sufrí lo que uno se sufre a sí mismo siempre, pero no mucho.

—¿Qué parte de tu infancia volverías a vivir? ¿O al revés: no volverías?

—No volvería a vivir primero y segundo grado de la primaria que hice en Lanús. La pasé pésimo. Era la niña menos… era Carrie, pero mini. Horroroso. Nunca más.

—Y la última pregunta: ¿con quién te gustaría tener una última charla y por qué?

—Ahora que estuvimos hablando de Forn, me gustaría tener otra charla con Juan. No sé si una última, pero otra. Podría decir Rimbaud o un montón de gente, pero ahora, hablando de esta época, me gustaría hablar con él. Creo que podríamos hablar más. Y en este momento, además. Nunca hicimos —porque no éramos ese tipo de amigos— un balance de sentarnos a decir: “Che, ¿te está yendo bien?”. Me gustaría tenerlo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/videos/mariana-enriquez-me-interesa-el-miedo-en-toda-su-dimension-nid19112025/

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