Testigos de la decadencia
El policía parado en la esquina tiene puesto un chaleco antibalas; el quiosco está con la persiana baja y atiende por una pequeña ventana; el almacén de toda la vida ya no está: ahora hay un a...
El policía parado en la esquina tiene puesto un chaleco antibalas; el quiosco está con la persiana baja y atiende por una pequeña ventana; el almacén de toda la vida ya no está: ahora hay un autoservicio atendido por una china inexpresiva; los porches quedaron detrás de barrotes con extremos en punta o alambre electrificado; sobre la avenida hay cada vez más torres y las casas son sustituidas por PH minúsculos, sin personalidad.
No parece, pero es el barrio de mi infancia, familiar y desconocido a la vez. Como la casa de siempre, pero con los muebles fuera de lugar. Y mientras camino por sus calles en silencio, intento procesar los cambios que son, en pequeña escala, los mismos que sufrió el país. No hay mejor tesis ni ensayo sobre esas transformaciones de los últimos años que una vuelta por el suburbio porteño.
Sigo observando: ya ningún chico llega caminando solo al club como antes. Todos bajan de los autos de sus padres, que paran exactamente frente a la puerta y se quedan esperando que entren. La escena se repetirá, al revés, una o dos horas después cuando los vengan a buscar.
Tampoco quedan aquellos cercos bajos que no nos impedían entrar con mis amigos en los jardines de los chalets a bajar moras, nísperos o ciruelas de los árboles bajo la mirada complaciente de sus dueños, que hacían como que no se daban cuenta. Desapareció el barrio de juegos en la calle y autos que casi tenían que pedir permiso para pasar; donde en los veranos los vecinos sacaban las sillas a la puerta para conversar y refrescarse.
Pero, en definitiva, todo cambia. Cuando mi familia llegó aquí, a comienzos de los ‘60, también eran otro barrio y otro país, más agreste uno, más despreocupado el otro. Años después, la tragedia política de los ‘70 asomaría de tanto en tanto detrás de la cortina protectora de mi infancia. A veces eran advertencias de “no tocar nada” al andar por la calle; otras, ruidos y gritos en la madrugada. De vez en cuando reventaba alguna casa o algún comercio con una bomba. Quizás mis padres sentirían entonces esta misma extrañeza.
Crecimos. Llegaron las discusiones en el colegio con nuestro profesor de Instrucción Cívica. Gobernaba entonces una junta militar y nos enseñaban qué era la democracia, cómo funcionaba el Congreso y que hacían los diputados y senadores, aunque no había ni democracia, ni Congreso ni diputados ni senadores. Un cruel ejercicio de imaginación. El profesor, no recuerdo su nombre, nos porfiaba en que éramos un país en vías de desarrollo; nosotros, en que éramos subdesarrollados. Cuarenta y cinco años más tarde, ya sabemos quién tenía razón.
Probablemente hayamos sido los espectadores más jóvenes de la decadencia nacional, testigos de la transición entre el país aún optimista de la generación de nuestros padres y este tenso del presente, muchas crisis después y, como dice Fito, con un par de guerras encima.
Recuerdo también los asados familiares o con amigos en los que nuestros padres nos alentaban a estudiar e irnos al exterior en busca de mejores oportunidades. Hijos de inmigrantes incitando a sus hijos a ser emigrantes. Era como tirar por la borda años de adaptación. Por alguna o por muchas razones no les hice caso y acá estoy.
A veces, en los momentos de mayor bronca y frustración, me descubro haciendo lo mismo con mis hijos, un ciclo que se repite y que todos los gobiernos prometen cortar, hasta ahora sin éxito. Aunque luego me recompongo. El barrio cambió, la Argentina también, pero somos herederos de la tenacidad y de la obstinación, de la creencia de que siempre se puede volver a empezar.
Por eso quiero aferrarme a este barrio y a este país en los que vivimos tristezas y decepciones, pero también momentos de felicidad. Quiero que ese Martín Echenique de la película “Martín (Hache)” no tenga razón y alguna vez todo pueda cambiar para bien, aunque tal vez nuestra generación ya no esté para verlo.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/testigos-de-la-decadencia-nid26112025/