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Tragedia en el Monte Erebus: la aventura exclusiva que se convirtió en el mayor accidente aéreo sobre la Antártida

La mañana del 28 de noviembre de 1979, el vuelo 901 de Air New Zealand despegó del aeropuerto de Auckland. A bordo del DC-10 iban 237 pasajeros y 20 tripulantes. El vuelo prometía “una aventur...

Tragedia en el Monte Erebus: la aventura exclusiva que se convirtió en el mayor accidente aéreo sobre la Antártida

La mañana del 28 de noviembre de 1979, el vuelo 901 de Air New Zealand despegó del aeropuerto de Auckland. A bordo del DC-10 iban 237 pasajeros y 20 tripulantes. El vuelo prometía “una aventur...

La mañana del 28 de noviembre de 1979, el vuelo 901 de Air New Zealand despegó del aeropuerto de Auckland. A bordo del DC-10 iban 237 pasajeros y 20 tripulantes. El vuelo prometía “una aventura exclusiva”: sobrevolar la Antártida, disfrutar de una vista panorámica del continente blanco con comidas a bordo y comentarios de guías expertos, y finalmente regresar a Nueva Zelanda ese mismo día. En síntesis, ir y volver del fin del mundo en unas horas.

Para que la experiencia fuera aún más inolvidable, la empresa había reducido la cantidad de pasajeros, de modo que todos pudieran moverse con facilidad y cambiarse de ventana para sacar fotos. En algunos vuelos, incluso, el capitán invitaba a los pasajeros a conocer la cabina de piloto. Hacía casi tres años que Air New Zealand realizaba este tipo de viajes “exóticos”. Sin embargo, ese día ninguno de los que se subieron al avión llegarían a ver el atardecer.

Un vuelo soñado

A mediados de los 70, Air New Zealand había incorporado a su flota aviones McDonnell Douglas DC-10 que eran capaces de recorrer largas distancias sin escalas, y necesitaba rutas que aprovecharan esa capacidad. A la par, crecía en los turistas el interés por los viajes “exóticos”: cruceros a zonas polares, expediciones fotográficas, safaris... En esa lista, la Antártida, el continente remoto y casi inaccesible, generaba un atractivo especial.

En ese contexto, surgió la idea de realizar un vuelos panorámicos al continente blanco. La propuesta era tentadora: salir por la mañana desde Auckland, cruzar el océano, realizar un sobrevuelo sobre impactante la plataforma de hielo, el Monte Erebus, la isla Ross y los alrededores de McMurdo (una base científica estadounidense, la más grande) y luego regresar. Todo en un solo día. Una mezcla de aventura y confort.

El pasaje no era barato, ajustado a precios actuales rondaría los 1300 dólares. Aún así, los lugares se agotaban rápido. En aquel tiempo, Qantas, la compañía aérea australiana, era la otra aerolínea que también ofrecía estos viajes.

El primer vuelo a la Antártida fue en febrero de 1977 y fue un éxito. En ese momento, Air New Zealand les pidió a sus pasajeros que contaran por qué habían elegido ese viaje. Casi la mitad respondió que lo veían como “la oportunidad de su vida”. Otros dijeron que lo hacían porque era algo distinto, una experiencia fuera de lo común, mientras un grupo más pequeño confesó que los atraía el espíritu de aventura y exploración que el vuelo prometía.

El vuelo TE901

El vuelo despegó a las ocho de la mañana. Aunque los pasajeros eran de distintos lugares del mundo, todos compartían la misma ilusión: vivir una aventura exclusiva. A bordo viajaban 180 neozelandeses, 24 japoneses, 22 estadounidenses, seis británicos, dos canadienses, un australiano, un francés y un suizo.

Al frente de la aeronave estaba el capitán Thomas James “Jim” Collins, de 45 años y con más de 11.000 horas de vuelo, acompañado por el primer oficial Gregory “Greg” Cassin y el ingeniero de vuelo Gordon Brooks. Como guía antártico viajaba Peter Mulgrew, veterano de expediciones polares y amigo de Sir Edmund Hillary (el primer hombre en llegar a la cima del Everest), quien originalmente iba a ir en ese vuelo pero se bajó a último momento por un fuerte resfrío.

Detrás de la cabina de mando viajaban los jefes y auxiliares de servicio, ellos se encargaban de atender a los 237 pasajeros: servir las comidas, acomodar los abrigos y sugerir desde qué ventanilla se vería mejor el paisaje.

Cuando dejaron detrás Auckland se sirvió el desayuno. Desde los altavoces, el capitán dio la bienvenida y anunció que más adelante el guía señalaría los puntos clave del recorrido. Durante las primeras horas el DC-10 voló sobre el océano sin turbulencias. Los turistas, ansiosos, caminaban por los pasillos y preguntaban cuánto faltaba para llegar al desierto blanco. Nada hacía pensar lo que estaba a punto de ocurrir.

Al mediodía, el avión se acercó a la zona antártica y la luz se hizo más intensa. El guía anunció por altavoz que pronto verían el continente y los pasajeros se apuraron a acomodarse en las ventanillas. En la cabina de mando, el capitán entró en contacto con la base McMurdo, la estación científica estadounidense más grande de la Antártida: una pequeña ciudad de hielo, con laboratorios, viviendas, talleres y una torre de control que daba apoyo a los vuelos que se acercaban a la región. Para el TE901, McMurdo era el punto que confirmaba el clima, posición y comunicaciones cuando los aviones llegaban a la región.

A las 12.18 (hora local), cuando el avión estaba a unos 225 kilómetros de la base, los controladores autorizaron a descender hasta 18.000 pies y ofrecieron guiarlos por radar hasta una altura segura. La tripulación aceptó, pero enseguida cambiaron de parecer, avisaron que se veía bien y seguirían el descenso “a la vista”, confiando en lo que veían desde la cabina. A las 12.45, Cassin informó por radio que estaban a 6000 pies y que seguirían bajando hasta 2000 para que los pasajeros disfruten del vuelo panorámico. Esa fue la última vez que se escuchó su voz.

En la base antártica intentaron comunicarse varias veces pero no hubo respuesta. Tampoco veían la silueta del DC-10 llegar por el norte del estrecho, como debía hacerlo. A la par, en Auckland el paso de las horas aumentaba la inquietud.

A la última hora del día, la empresa confirmó a los medios de comunicación que había perdido contacto con la aeronave y comenzó la búsqueda. A esa altura, incluso los cálculos más optimistas indicaban que el avión había agotado el combustible.

Los primeros en activar la búsqueda fueron helicópteros y aviones de reconocimiento que despegaron desde la base McMurdo. El viento, la nubosidad y el reflejo de la luz sobre la nieve dificultaban la misión. Los pilotos sobrevolaron el McMurdo Sound, la barrera de hielo, el estrecho… pero no encontraron nada.

Recién, a media mañana del día siguiente, uno de los equipos vio algo extraño en la ladera baja del Monte Erebus, apenas una marca gris sobre la nieve. Cuando se acercaron ya no hubo dudas: eran los restos del DC-10.

La noticia dejó dejó a Nueva Zelanda en shock y conmovió al mundo: no había sobrevivientes. El avión se había estrellado cerca de la una de la tarde del día anterior, apenas cuatro minutos y 42 segundos después del último contacto radial. Era el peor accidente aéreo de la historia del país.

¿Qué sucedió?

La primera investigación estuvo a cargo de Ron Chippindale, el máximo funcionario encargado de analizar los accidentes de aviación civil en Nueva Zelanda. Su informe, publicado en 1980, fue contundente: señaló a los pilotos como los principales responsables de la tragedia. Según esa primera versión oficial el accidente se produjo porque la tripulación descendió por debajo de una altitud segura sin contar con referencias visuales confiables. Para Chippindale, los pilotos creyeron que era seguro bajar más, pero en realidad estaban demasiado cerca del terreno.

Pero el informe de Chippindale, que culpaba por completo a los pilotos, generó dudas y malestar en la opinión pública. Por eso, para despejar las sospechas, el gobierno de Nueva Zelanda decidió crear una Comisión Real de Investigación (Royal Commission), un estudio independiente de máximo nivel, a cargo del juez Peter Mahon.

Mahon revisó toda la evidencia y llegó a una conclusión muy distinta del primer informe oficial:

Primero descubrió que hubo un cambio de coordenadas no informado a la tripulación. El juez demostró que, la noche anterior al vuelo, se habían modificado las coordenadas del plan de navegación en la computadora de a bordo y ese cambio nunca fue comunicado a la tripulación. En lugar de llevar al DC-10 por el McMurdo Sound, la nueva ruta lo alineaba directamente con el Monte Erebus. Ese cambio de ruta no informado lo consideró como un factor determinante para que el avión terminara sobre la montaña.

A la par, en su informe que presentó el 27 de abril de 1981, identificó que durante el vuelo se produjo el fenómeno típico de las zonas polares, conocido como whiteout: una luz blanca que borró el horizonte y el relieve, lo que hizo imposible distinguir el terreno. Todo se veía blanco y los pilotos pensaban que estar sobre una superficie plana de hielo cuando en realidad volaban hacia una ladera ascenso.

Finalmente, Mahon denunció que la empresa intentó ocultar información clave para la investigación, lo que llamó una “orquestada letanía de mentiras”.

En 1984 publicó Verdict on Erebus, un libro donde resume su investigación, explica cómo llegó a las conclusiones, exonera de responsabilidad a la tripulación y denuncia las irregularidades cometidas por la aerolínea durante la investigación.

Según fuentes oficiales, de los 257 personas que murieron en el accidente solo se pudieron recuperar los restos correspondientes a 241. A pesar de los esfuerzos de los equipos de rescate, hubo 16 víctimas que nunca fueron encontradas.

En 1987, cerca del lugar del impacto, en la ladera del Monte Erebus, se instaló un crucifijo de acero inoxidable en honor a los que murieron en el accidente.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/tragedia-en-el-monte-erebus-la-aventura-exclusiva-que-se-convirtio-en-el-mayor-accidente-aereo-sobre-nid28112025/

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