Uno de los clásicos del fútbol
Era lunes por la noche pero no importó. Las plateas estaban llenas, las populares estaban llenas, los pasillos también, porque la gente en esta cancha no pensó en nada más: ni en que recién ar...
Era lunes por la noche pero no importó. Las plateas estaban llenas, las populares estaban llenas, los pasillos también, porque la gente en esta cancha no pensó en nada más: ni en que recién arranca la semana, ni en que hay que madrugar, ni en todo lo que falta. Se vistió del color de su equipo de fútbol y llegó. Yo hice algo parecido: me vestí de negro, me senté en el lugar que decía mi entrada y miré. Miré al tío con sus dos sobrinos que de tan grandes ya son pares. Estaban los tres esperando que anunciaran la formación, que mejor el dieciocho se quede en el banco, que las últimas veces no estuvo bien. Estaba el padre con sus hijos adultos. Estaban juntos y se abrazaban, cuán seguido pasa eso. Estaba la familia entera: madre, padre, hijo, hija, hijo. Estaban en filas separadas pero eso no cambiaba nada. Estaba el padre que vino con la bebé. Estaban los conocidos, los que solo se saludan en este lugar.
Estaban los amigos que llegaron a destiempo y que “vení que te guardé lugar, decile al Cabezón que suba directo, que lo metemos por acá”. Estaban las que llegaban solas porque sabían que se iban a encontrar con alguien aunque no lo hubieran arreglado antes. Hay cosas que se cumplen sin hablar. Estaban los nerviosos, los que vienen siempre, los que pagaron el abono anual y tienen su rostro pegado a la butaca en un sticker de baja calidad pero que sirve de documento. “Perdón, acá me siento yo, ahí dice mi nombre”. Estaban los que van cuando pueden, cuando tienen plata, los que van solo al clásico. Estaban todos. Estaban también los más fanáticos, los que empiezan a cantar desde la calle porque las ganas no se aguantan y porque en qué otro lugar se puede hacer esto que se hace acá y tener razón. La cancha tiene código propio. La vida por un lado, la cancha por el otro. Acá se canta a los gritos y se dice lo que ofende y entonces “te alentaremos de corazón esta es la hinchada que te quiere ver campeón”, desde las veredas hasta estos fuegos artificiales que marcaron la salida de los jugadores y el silbato del árbitro y la barrabrava, que desplegó una bandera desde el cielo como una especie de bendición que tiene que cumplirse hoy, por favor.
Y ahí estaba yo, sentada, mirando, escuchando. Escuché a la chica que tenía atrás y que no dejó de cantar, escuché a ese que fue solo y que cada vez que su equipo se acercaba al arco se paraba, se agarraba la cabeza, escuché a cada uno de los que por noventa minutos fue director técnico y qué hacés, abrite a la derecha. El sueño del pibe, dirigir a su equipo. Escuché a todos hablar en primera persona sin ser responsables de nada y pensé que hay que vivir en las canchas. Escuché al padre que estaba con sus hijos adultos hacer berrinches porque las cosas no salían y pensé qué alivio, qué suerte que acá lo puede hacer, quién se atreve afuera, en el mundo que no es este mundo, a dar una patada al suelo porque no, hoy no tengo ganas de ir a trabajar, no, no quiero tener que pagar la cuenta de la luz. La vida paralela.
Escuché a los niños no estar preocupados porque en horas tenían clase sino porque dale, métela de una vez. El padre que parece niño, el niño que parece grande, la cancha como el lugar de la libertad. Escuché la bruma de abucheos cada vez que la pelota la tenía el rival porque la cancha también es un lugar sincero, escuché los gritos de gol, los abrazos, el desahogo porque sí que hay cosas que se quieren y salen bien. Escuché la alegría, alguna que otra lágrima, el sonido de la victoria (qué ingrato celebrar el éxito pero acá quiero más). Escuché la tradición, lo que se cumple porque se hereda. Escuché bien que la falta de sentido vale la pena. Y tuve una certeza: es tan fácil entender la pasión por el fútbol.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/uno-de-los-clasicos-del-futbol-nid20112025/