¿Chile se volvió un país peligroso? Los discursos de mano dura ganan apoyo frente al pánico antes de las elecciones
SANTIAGO, Chile.– Al adentrarse en el estrecho Pasaje 17 Sur de la comunidad Lo Espejo, Johnatan (43) pide guardar el celular, acelerar el paso y seguir sus indicaciones. “Esta zona es bomba”...
SANTIAGO, Chile.– Al adentrarse en el estrecho Pasaje 17 Sur de la comunidad Lo Espejo, Johnatan (43) pide guardar el celular, acelerar el paso y seguir sus indicaciones. “Esta zona es bomba”, dice a LA NACION.
Señala a una camioneta blanca estacionada a pocos metros y dice: “Ese es un punto”. Se refiere a un lugar de venta de drogas, dónde está ocurriendo un intercambio.
Jonathan se conoce todos “los puntos” de memoria. Nacido y criado en Lo Espejo, los recorría una y otra vez en los años en que consumía drogas y delinquía, un camino que finalmente lo llevó a pasar 12 años en prisión. Pero logró rehabilitarse: encontró sustento en la fe, hoy estudia tecnicatura en enfermería y colabora como voluntario en un comedor comunitario.
Se detiene en una esquina donde un pequeño altar con fotos recuerda a un joven: fue acribillado por la banda local Los Marchat en un ajuste de cuentas, lamenta. Más adelante señala un gran parche de cenizas y basura. “Ahí queman cobre; lo roban de los cables y lo funden para venderlo”, explica, mientras avanza por un recorrido que revela la violencia cotidiana en uno de los barrios más picantes de esta capital.
Jonathan saluda a todos y todos lo saludan. Pero, admite, cada vez ve más caras nuevas. En el barrio se han instalado en los últimos años grupos y familias de venezolanos, haitianos y colombianos.
“Desde que llegó toda esta gente extranjera hija, están matando por un teléfono. Acá las balaceras están a la orden del día. Aquí hay dos, tres colegios alrededor. Y resulta que hay balacera y todos los niños al suelo, y toda la gente corriendo con sus guaguas (bebés). Y ya están acostumbrados a eso. Es terrible. Y enemigos con enemigos se encuentran y no les importa que los chicos anden jugando a la pelota allá afuera, que las niñas estén en la placita sentadas… no les importa”, dice a LA NACION Priscila (52 años), que vive en situación de calle y espera su turno para comer en un centro comunitario de Lo Espejo.
Asegura que no votará este domingo en las elecciones presidenciales. “No voy a perder mi tiempo en algo que para mí es pura pérdida. Que sea gobierno de izquierda o de derecha da lo mismo: acá son todos una basura”, afirma.
Isabel (52), presidenta de la junta vecinal, también apunta a “la llegada del extranjero” como una de las causas del deterioro de la seguridad. Asegura que muchos andan armados y que, en las ferias libres, algunos colombianos operan como prestamistas informales. Cuenta el caso de un vecino al que le prestaron dinero y “se tuvo que arrancar” (irse). “Y otra amiga igual… ella se quería matar porque pidió un millón de pesos y ya debía diez millones por no pagar”, relata.
La seguridad y la migración irregular se han convertido en los ejes centrales de la campaña presidencial. Chile llega a las urnas este domingo en medio de una crisis marcada por el avance del crimen organizado, el aumento de los delitos violentos y una percepción de inseguridad en máximos históricos: ocho de cada diez chilenos cree que la delincuencia se agravó en los últimos meses.
Campañas bajo presiónEn ese clima, los candidatos presidenciales compiten con propuestas cada vez más duras. La derecha –José Antonio Kast, del Partido Republicano (PR); Evelyn Matthei, de la Unión Democrática Independiente (UDI) y Johannes Kaiser, del Partido Nacional Libertario (PNL)– lleva la delantera en este terreno, capitalizando el malestar ciudadano y la demanda de respuestas rápidas frente al deterioro de la seguridad.
Kast, referente de la derecha conservadora, apuesta por un enfoque de “tolerancia cero” articulado en sus planes Implacable y Escudo Fronterizo, inspirados en modelos de mano dura. Propone ampliar las facultades de Carabineros, crear una cárcel de alta seguridad para líderes de organizaciones criminales, acelerar las expulsiones de migrantes con antecedentes y permitir el despliegue de las Fuerzas Armadas en zonas críticas.
Matthei, de centroderecha, propone una reforma profunda a Carabineros centrada en profesionalización y tecnología, además de la persecución financiera al crimen organizado. En migración, plantea un cierre “real” de fronteras en el norte con infraestructura y vigilancia aérea, y promete agilizar tanto la regularización como la expulsión de quienes viven en situación irregular.
El libertario Kaiser presenta la agenda más extrema del abanico opositor. Propone declarar “zonas de emergencia” en comunas críticas, militarizar las fronteras, flexibilizar el uso de la fuerza policial y aplicar expulsiones exprés. Entre sus iniciativas más polémicas está su idea de alcanzar un acuerdo con Nayib Bukele para enviar a delincuentes extranjeros a las megacárceles de El Salvador.
Chile va a las urnas en unas elecciones marcadas por la inseguridadIncluso la candidata de izquierda, Jeannette Jara, del Partido Comunista (PC), se vio empujada a endurecer su discurso. Aunque su programa prioriza la prevención, reconoció que Chile enfrenta “un problema grave con el crimen organizado” y que las expulsiones de extranjeros que delinquen deben realizarse “con mayor celeridad”.
El deterioro de la seguridad y el aumento de la migración irregular se mezclaron en el debate público hasta volverse casi inseparables. Esa narrativa, repetida en campañas y redes sociales, terminó alimentando discursos de corte xenófobo y generó un clima donde la nacionalidad pasó a percibirse como un factor de riesgo.
Wilmer (29), un venezolano que trabaja en una aplicación de delivery, cuenta a LA NACION que la situación se ha vuelto insoportable. “A uno ya lo miran mal por andar con la bici y la mochila. Una vez le dije a una señora que no somos mala gente por ser de Venezuela”, dice antes de salir a hacer un pedido en Providencia.
La irrupción del crimen organizadoEn la última década, Chile vivió uno de los procesos migratorios más acelerados de su historia: pasó de tener poco más de 400.000 extranjeros en 2014 a más de 1,9 millones en 2023, de los cuales 336.984 estaban en situación irregular, según datos oficiales. La gran mayoría llegó en busca de estabilidad y oportunidades, sin ningún vínculo con la delincuencia. Pero en esos flujos masivos también se colaron organizaciones criminales transnacionales –entre ellas células del Tren de Aragua– que aprovecharon la permeabilidad de la frontera norte.
“Chile se había mantenido al margen de la peor dinámica criminal que azotaba gran parte del resto de Sudamérica. Esto significaba que los contenedores y el tráfico marítimo procedentes de Chile atraían menos la atención de las fuerzas del orden que los que salían de Colombia. Por ello, Chile resulta atractivo para las organizaciones de narcotráfico. Además, es uno de los países más ricos de la región. Esto lo ha convertido en un destino atractivo para los migrantes. Estos migrantes han sido explotados y víctimas de delincuentes venezolanos, como los del Tren de Aragua, quienes han traído violencia a Chile”, explica a LA NACION Jeremy McDermott, codirector y cofundador de Insight Crime.
Pablo Zeballos, consultor e investigador de campo en crimen organizado chileno, suma en diálogo LA NACION que la combinación de factores institucionales y coyunturales abrió espacio para la expansión delictiva. A su juicio, “la retracción del Estado durante el estallido social redujo la presencia policial y debilitó capacidades de control territorial, generando espacios percibidos como zonas de menor riesgo operativo. La pandemia profundizó ese escenario: el foco sanitario, la sobrecarga policial y la presión en las fronteras generaron rutas migratorias irregulares que facilitaron la entrada de actores criminales sin mayores controles”.
Las cifras acompañan ese diagnóstico. Según el Indicador Nacional de Crimen Organizado elaborado por el Centro de Estudios en Seguridad y Crimen Organizado (Cescro) de la Universidad San Sebastián, Chile enfrenta un avance sostenido y territorialmente desigual del crimen organizado. El informe muestra que entre 2022 y 2023 los delitos asociados a este fenómeno aumentaron un el 8,4%, alcanzando una tasa nacional de 775,49 delitos por cada 100.000 habitantes, con un fuerte predominio del tráfico de drogas y otros mercados ilícitos. Las regiones más afectadas –Tarapacá, Arica y Parinacota y Antofagasta– concentran tanto la mayor frecuencia como las tasas más altas por habitante.
A esto se suma que la irrupción de organizaciones criminales extranjeras aceleró la mutación del ecosistema delictivo local. “La llegada de grupos criminales extranjeros apresuró la transformación cualitativa que ya estaba en gestación en la criminalidad chilena. Introdujeron métodos violentos inéditos, como los secuestros extorsivos cortos, la explotación sexual coercitiva y los descuartizamientos como mensajes disciplinarios. Su presencia también elevó la profesionalización del delito local, extendiendo el uso de armas de guerra, tácticas tipo comando y nuevos modelos de negocio ilícito. En pocos años, Chile pasó de enfrentar delincuencia local fragmentada a convivir con un ecosistema criminal híbrido, donde actores nacionales y extranjeros compiten, cooperan o se subcontratan en economías ilícitas de alto valor”, explica Zeballos.
Algunos casos recientes ilustran ese cambio abrupto. El hallazgo en mayo de 2023 de los cuerpos de dos hombres enterrados vivos bajo el piso de concreto de unas casas de tortura operadas por Los Gallegos –facción disidente del venezolano Tren de Aragua– reveló un nivel de brutalidad prácticamente desconocido hasta entonces en Chile. Otro episodio que marcó un punto de inflexión fue el secuestro y asesinato del exmilitar venezolano Ronald Ojeda, ocurrido en 2024, cuya ejecución fue atribuida a estructuras criminales transnacionales. El propio presidente Gabriel Boric reaccionó con dureza: afirmó que “uno de los principales sospechosos es el mismo régimen del dictador Nicolás Maduro” y advirtió que “las dictaduras cruzan fronteras para imponer el miedo”.
MiedoLa irrupción del crimen organizado generó un nivel de pánico nunca antes visto en la población. Y aunque la tasa de homicidios bajó desde su pico de 6,7 cada 100.000 habitantes en 2022 —y sigue siendo mucho menor que la de otros países de la región—, la paranoia ya está instalada. Pese a que Chile mantiene una cifra relativamente baja de asesinatos (en 2024 se registraron 1207 homicidios, una leve caída frente a 2023), el temor persiste porque otros delitos siguen golpeando con fuerza. Según la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (Enusc) 2024, elaborada por el INE y la Subsecretaría de Prevención del Delito, un 38,5% de los hogares fue victimizado en los últimos 12 meses. A nivel individual, el 28% de las personas declaró haber sido víctima de algún delito en el mismo periodo.
La percepción se refleja también en las encuestas. Un informe publicado en octubre por la Fundación Paz Ciudadana halló que un 23,8% de los consultados considera “bastante o muy probable” ser víctima de un homicidio en los próximos 12 meses, mientras que un 21,3% cree que podría ser secuestrado.
Ese miedo se nota en la calle. “Empecé a tener muchísima precaución. Hoy día cuando uno ve un joven en moto ya sabe que se puede subir a la vereda, y si estás con el celular en la mano se lo va a llevar. Entonces tú andas mucho más pendiente”, cuenta Adriana, una ejecutiva de 58 años, mientras pasea a su perro por el Parque Forestal.
El aumento de la percepción de inseguridad también impulsó un boom del sector privado. En Chile funcionan hoy 5651 empresas de seguridad, un rubro que creció el 350% en la última década, según la Cámara Nacional de Comercio (CNC).
A esto se suma un fuerte salto en los servicios de protección individual. Werner Ossandón, director de Negocios y Tecnología de Biat Defense, explica a LA NACION que entre 2023 y 2025 el blindaje vehicular creció entre el 25% y el 35% anual, según cifras de importadores, talleres certificados y aseguradoras. Los servicios de seguridad preventiva, escoltas y guardaespaldas aumentaron más del 40%, especialmente entre empresas que buscan protección con menores costos operativos. Y, en períodos electorales, la demanda se dispara entre el 12% y el 18%, impulsada por candidatos, autoridades regionales y compañías que temen un repunte de violencia o sabotaje.
En Las Condes, uno de los barrios más exclusivos de la capital, una madre que acaba de dejar a su hijo en el Colegio Alemán de Santiago —el mismo al que asistió de niño José Antonio Kast— y que pide no dar su nombre, asegura que la situación es “terrible” y que muchos de sus amigos fueron víctimas de robos. “Me da mucha pena decirlo porque hay mucha gente extranjera buena, pero la verdad es que antes había inseguridad, pero no era tan así”, afirma.
Esa sensación no es exclusiva de los sectores altos. En un pequeño almacén de Lo Espejo, Patricia dice que ya casi no sale de su casa. “Estamos todos guardados”, resume.